Tolerancia, Autoridad y Orden La ceremonia de la confusión comienza cuando se cambia el significado de las palabras y pasan al leguaje popular con un sentido que no tienen. La demagogia cultiva la ignorancia y vuelve la espalda despectivamente a la Real Academia Española. El “progresismo” militante quiere vendernos la tolerancia como una gran virtud. No lo es. Tolerar no es una virtud, es, en algunos casos, una necesidad. Dice el DRAE: “Tolerar: sufrir, llevar con paciencia”. 2. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”. La voz “tolerancia” tiene muchas acepciones, hasta seis, pero nos importa la primera que es a la que voy a referirme: “Tolerancia: acción y efecto de tolerar”. La voz más parecida a “tolerar” es “transigir”, pero esta es una voz áspera y tiene pocos simpatizantes. Aunque sus defensores la exalten fervorosamente la tolerancia no es una virtud. La tolerancia no es fe, no es esperanza, no es caridad; tampoco es prudencia, ni justicia, ni fortaleza, ni templanza. No hay más virtudes. Del ejercicio de las citadas procede la dignidad de la persona humana y todas sus buenas acciones. La tolerancia, como “acción y efecto de tolerar”, es sufrir, llevar con paciencia, permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente. Pero permitir algo que no se tiene por lícito, pudiendo evitarlo, es inmoral y punible. ¿Por qué, pues, tolerar? ¿Por qué permitir algo que no se tiene por lícito? ¿y, sobre todo, por qué ese afán “progresista” de convencernos de que sólo los tolerantes son buenos ciudadanos? Nunca seremos buenos ciudadanos si toleramos el terrorismo, en cualquiera de sus formas, si toleramos el genocidio, la opresión, el proxenetismo, la esclavitud. Ninguna actividad que atente contra la vida o la dignidad de un ser humano es tolerable, aunque se nos presente vestida con el favorecedor atuendo de la “convivencia pacífica”. Si toleramos lo ilícito debemos ser conscientes de que somos culpables. Toleramos por ignorancia, por miedo, por avaricia, por ambición, por pasión desordenada; también toleramos, a veces, por amor, cuando este desborda nuestra voluntad y eclipsa nuestra inteligencia. Pero la tolerancia es siempre la compañera de viaje de los débiles. No de los carentes de fuerza material sino de los débiles de espíritu puesto que “tolerar” es “permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente”, es decir, contra nuestra conciencia. Tolerar no es conciliar pareceres. No es llegar a acuerdos. No es respetar opiniones distintas a las nuestras. Es renunciar a defender principios inmutables: la verdad, el bien, la justicia, la libertad, la dignidad humana. Pongamos un ejemplo intrascendente: si yo digo que el cielo es azul y mi interlocutor dice que es amarillo no puedo aceptar como solución de compromiso que el cielo es verde, pues faltaría a la verdad, que es más importante que el color del cielo. La pregunta inmediata es ¿existe lo lícito y lo ilícito? Y yendo más lejos ¿existe el bien y el mal, la verdad y el error, lo cierto y lo falso? No existen para los nihilistas. Pero ya 427 años antes de Cristo, Platón definió el bien, la belleza y la justicia cómo verdades superiores. Y, para los creyentes, negar la verdad y el bien es negar a Dios. Los humanos nunca podremos alcanzar el bien y la verdad absolutos, que son atributos de Dios, pero si considerarlos como meta hacia la cual caminamos, cómo la Estrella Polar que nos marca la ruta. Y el primer paso en esa ruta será distinguir el bien del mal. Algunos sectores de ciertas sociedades modernas –entre otras, la nuestra– no consideran el bien y el mal como valores absolutos sino adaptables a determinadas circunstancias concretas de la sociedad y subordinados a lo que denominan conveniencia política, que no es más que el interés de un determinado grupo, no siempre el más numeroso pero si el más combativo. Tras la máscara de la tolerancia defienden la equidistancia entre el bien y el mal, y en su afán igualatorio llegan a la perversión moral de equiparar a los asesinos con sus víctimas. Pero no hay equidistancia entre el bien y el mal. En el mundo de los principios el centro no existe. Cuando lo que está en juego son los fundamentos de la dignidad humana, los que distinguen al hombre de la bestia, hay que tomar partido. El que dijo que para que triunfe el mal basta con la pasividad de los buenos, estaba en lo cierto. Hay que proclamarse beligerante contra el mal so pena de ser cómplice. No podemos ocultarnos tras una falsa inocencia. Lo escribió el ángel de la iglesia de Laodicea: “Conozco tu conducta, no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas porque eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3). Y los actores de la ceremonia de la confusión tratan de equiparar “tolerancia” con “indulgencia”, con “voluntad de conciliación”. Es una falacia. Indulgencia es inclinación al perdón y esta actitud es siempre positiva y cristiana. Debemos perdonar siempre; incluso a los más abyectos criminales. Pero es nuestra obligación hacerles ver su error, tratar de corregirlos y procurar su arrepentimiento. Debemos de perdonar siempre a las personas pero no aprobar ni consentir –si podemos impedirlos– los actos contrarios a la verdad y al bien. En la misma medida que hemos de intentar perfeccionarnos nosotros mismos debemos tratar de perfeccionar a todo ser humano si, realmente, lo consideramos hermano nuestro. En la búsqueda del camino de la “equidistancia”, del “igualitarismo moral”, el principio de autoridad es un obstáculo. Si hay autoridad no “vale todo”. Tal vez cómo reacción al totalitarismo de la época precedente, se extendió por Europa, al final de la II Guerra Mundial, una corriente de desprestigio de la autoridad que tuvo su apoteosis durante las espectaculares algaradas callejeras de Mayo de 1968, en Francia (el célebre y difundido “Mayo francés”). España no se libró del contagio, que empezó a manifestarse con más virulencia a partir del cambio político que se produjo a la muerte del general Franco. Entonces un sector, minoritario pero muy activo, de la sociedad española, liberado de un régimen que consideraba autoritario en exceso, llegó a la conclusión de que la autoridad y todas las instituciones que hacen posible su ejercicio, eran perversas, salvo aquellas, acordes con su ideario, que pudieran ser dirigidas por ellos mismos. Se desencadenó entonces una campaña contra la familia, la escuela, las fuerzas de seguridad del Estado, los ejércitos, la administración de justicia, la iglesia, e, incluso se fue debilitando la autoridad del Estado por la cesión de excesivas competencias a las Autonomías, sin advertir que los gobiernos que ceden porciones de su legítima autoridad se comportan como el loco que serraba las patas de la silla en la que estaba sentado. Se justificaban dichas cesiones con el argumento de que la gestión es más beneficiosa para el ciudadano cuanto más próxima esté a él, lo cual no siempre es cierto, pues una autoridad perversa es tanto más dañina cuanto más cerca está. Por otra parte el vacío de autoridad siempre tiende a ocuparse, bien por organizaciones cuyo origen es legal, pero que, con demasiada frecuencia, manifiestan su poder amparando y promoviendo acciones ilegales, o por organizaciones antisistema, bandas de delincuentes que, por contraste, están solidamente jerarquizadas. Al mismo tiempo que se socavaban los cimientos de las instituciones se inoculó en la sociedad un virus que provocaba el pudor de mandar, de ejercer la autoridad. Los padres, los profesores, los mandos militares o de las fuerzas de seguridad, más que de la eficacia de su misión tenían que preocuparse de no ser tachados de autoritarios, terrible baldón más temido que la peste, que las leyes promulgadas a tal efecto castigaban con rigor. Pero sin autoridad no hay estado de derecho; sin ejercer una legítima coacción no es posible educar; y sin disciplina no existe organización. La consecuencia directa del ejercicio de la autoridad es el orden, que produce la armonía. La ausencia de dicho ejercicio es el desorden, que provoca el caos. (Dice el DRAE. Caos: estado de confusión en que se hallaban las cosas al momento de su creación, antes que Dios las colocase en el orden que después tuvieron). Todo lo creado responde a un orden. El caos es un “contra Dios” que la Naturaleza rechaza y no perdona. Si la armonía del Universo –la música de las estrellas– cesase, el Universo se destruiría. Hay una manifestación de desorden de la cual todos conocemos sus fatales consecuencias: las células vivas se reproducen ordenadamente de manera constante, si, por una razón que la ciencia ignora, empiezan a reproducirse desordenadamente aparece el cáncer. La salud se recupera cuando esa reproducción desordenada se interrumpe. La misión de cualquier gobierno es mantener el orden social (justicia, libertad, seguridad, dignidad). El gobierno que no cumple esta misión es una autoridad bastarda, espuria, y está abocado a provocar el caos. Casi todas las naciones de Europa, superada la fase de post-guerra, han emprendido ya el camino de regreso del País de las Maravillas y han vuelto al mundo real donde los hijos obedecen a sus padres, los alumnos respetan a los maestros, las víctimas son enaltecidas y los criminales castigados, y la excelencia no se consigue sin esfuerzo. Hay excepciones. España, desgraciadamente, es una de ellas. Aquí aún se sueña con paraísos inexistentes, con el éxito sin esfuerzo, con la posibilidad de ganar sin riesgo y de delinquir sin castigo, y se deslumbra a muchos bien intencionados con fuegos de artificio. Vivimos peligrosamente. Tal vez el mayor de los peligros sea el ataque constante contra la unidad de España –el caos contra el orden– que va consiguiendo éxitos parciales. Mientras el movimiento centrífugo que se inició a partir del 78, y que amenaza con trocear nuestra Patria, se siga reforzando con el paso del tiempo debido a las torpezas de unos y la ambición desmedida de otros, y convierta la Constitución redactada con espíritu de concordia en un instrumento de antagonismo, no se frene, pierda el impulso centrífugo, e invierta el sentido de su marcha, corremos el peligro de que España, la nación más antigua de Europa, vuelva a hundirse en las tinieblas de la Edad Media, se disgregue en clanes y banderías, y sea preciso amasarla otra vez con sudor y sangre. Ignacio Martínez Eiroa, Teniente General del Aire Texto original en: http://www.veteranosfasygc.es/Revistas/292/292_9.htm