La Base de Submarinos
La aparición de las dos bolas blancas en lo alto del Paní fue un acontecimiento en Roses y en todo el Ampurdán. No era ningún secreto que era ‘la base de los americanos’ pero la naturaleza exacta de la misma quedaba oculta por un halo de misterio y especulaciones o los pocos testimonios de los que la habían visitado o trabajaban en ella.
A pesar de que los americanos abandonaron la instalación en 1964, una vez que el personal español adquirió el nivel adecuado para la correcta operación de los equipos, durante mucho tiempo y aún hoy en día para mucha gente la unidad militar del Paní sigue siendo ‘La base de los americanos’.
En los años sesenta, el ambiente de guerra fría y de sorprendentes y continuos adelantos tecnológicos combinaba el secretismo de muchos asuntos oficiales con las especulaciones sobre armas secretas, conspiraciones y fantasías más o menos pseudo-científicas.
En el Ejército del Aire los muchachos que llegaban a cumplir su servicio militar se encontraban con una organización llena de estrictas normas en gran medida incomprensible para unos muchachos sencillos, procedentes en su mayor parte de las poblaciones de la comarca.
El Código de Justicia Militar al que estaban sometidos y que se explicaba durante el periodo de instrucción tenía que sonar terrible para ellos. Además de un código de conducta extraño y ajeno a sus costumbres, las penas por infringirlo parecían terribles: desde pasar un mes arrestado en el calabozo con el consiguiente rapado al cero, …al pelotón de ejecución.
Los soldados que cumplían su servicio militar en la Zona de Asentamiento, podían pasar todo su servicio militar sin ver la Zona Técnica en la cima de la montaña. A los que tenían allí su destino se les recalcaba el carácter secreto de las instalaciones y la reserva a la que estaban
Obligados bajo amenaza de los terribles castigos previstos en el mencionado código militar.
Pasó que con el tiempo, cuando algún turista sorprendido preguntaba en Rosas o Cadaqués a un lugareño por la naturaleza de aquellas extrañas bolas en lo alto de la montaña, le decían: “Es una base de submarinos”. El turista entre extrañado y divertido contestaba “¿de submarinos?, ¿en lo alto de la montaña?”, el lugareño lo miraba con cara de “otro de la ciudad que se cree que los de pueblo somos tontos” y contestaba en voz alta: “no señor, no, la base de submarinos está debajo del mar, ¡claro!, al menos la entrada”. Y proseguía “se trata de un tunel oculto bajo el agua que entra en la montaña. Por allí entran los submarinos, submarinos atómicos americanos, ¿sabe usted?, y cuando están dentro de la montaña emergen y allí a nivel del mar pero dentro de la montaña hay una base, Cómo le diría yo, …¿Usted ha visto ‘Los cañones de Navarone’, pues igual; túneles tubos para la respiración, pasillos con luces, máquinas…”. El forastero interrumpía la detallada descripción con un “¡no puede ser!” lo que invariablemente empecinaba más al equipo local, “¡Hombre!, lo que yo le diga, que a mi me lo ha contado mi primo que estuvo allí haciendo el servicio militar y lo ha visto”. Ante la contundencia y firmeza del testimonio al visitante solo le quedaba intentar encontrar alguna grieta en la historia y frecuentemente preguntaba “Y entonces, las bolas ¿para qué siven?” El equipo local miraba por fin con condescendencia al escéptico y como quien perdona una deuda y ha decidido decir su última frase, remataba: “¿Pues que va a ser?, un ascensor, naturalmente, ¿por dónde si no se iba a bajar a la base de submarinos?”.
Esta es la historia que desde los años sesenta circula por la zona y puedo asegurar que recientemente aún me preguntaban por su veracidad.
El origen de la historia es el siguiente. En la Zona Técnica, la sala donde se encontraban las pantallas de radar tiene una disposición de graderío. Los diferentes niveles en los que se disponían alineadas las consolas y equipos de comunicaciones, estaban sobre una estructura de madera. Bajo el nivel más alto y después de la puerta de acceso había una habitación que se usaba como despacho y dormitorio del controlador de servicio. Alargada, estrecha, llena de cables, tubos, el mobiliario de oficina y el catre donde echar una cabezada en los momentos de poco trabajo. Como consecuencia de la escasa ventilación el cuarto era algo maloliente, por lo que recibía, en el argot de la unidad, el nombre de ‘el submarino’. Hasta tal punto que en el listín telefónico de la unidad, una publicación hecha en una imprenta, ponía: “submarino: 217”.
Los muchachos que hacían el servicio militar invariablemente descubrían esta línea y especulaban sobre su significado. Temerosos de mostrarse curiosos ante sus superiores o de ser objeto de burla de los veteranos debatían entre ellos: “Los americanos, muy listos, pero esto se les ha escapado: ‘submarino’, así que lo que hay allí es un submarino”, otro más sensato decía “¿submarino?, ¿Cómo va a haber un submarino en la montaña?”, y el otro defendía su tesis: “¿Pues que te has creído?, los militares son gente seria, si aquí pone con letras de imprenta ‘submarino’, ¡es porque hay un submarino!”. Y de aquella sencilla deducción a contarlo en casa y a buscar explicaciones o porfiar asegurando “yo lo he visto” para no quedar por tonto, solo hay un pequeño paso. Lo demás, es leyenda.
Roberto Plà
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