Desde siempre he tenido aversión por los tópicos. A mi modo de ver representan una suplantación del propio criterio. Quien se aviene a reutilizar una y otra vez las ideas de la masa como propias desiste de crear las suyas propias, renuncia a su criterio y por tanto a su racionalidad y personalidad. Es el espíritu del rebaño.
Y esta es desgraciadamente la actitud que se promueve desde todas las instancias del poder: La tarima del maestro, el escaño del político o el púlpito del clero son origen de invitaciones a sumarse al viaje de Vicente, que siempre va donde va la gente. Esto se predica desde el poder, precisamente porque facilita el ejercicio del poder.
Contra esta política de ‘Pan y Circo’ nos advertía un excelente profesor de geografía que tuve a los doce años y que con el paso del tiempo me he dado cuenta de que debía ser «un poco rojo» para los parámetros de la época. Nos decía que resultaba vergonzoso que España fuera un paria en el el concierto internacional y que sin embargo se cifrara salvado el honor nacional con el simple trámite de ganar un partido de fútbol. Que el fútbol era un sucedáneo para consumo popular del prestigio, los méritos y la gloria a la que debíamos aspirar en el concierto de las naciones.
Cuando los sábados por la noche las galas de la televisión única ofrecían el microespacio «vamos a españolear» a mi me indignaba que siempre fuera copado por números de castañuelas, bata de cola y guitarra. No recuerdo concesiones ni tan solo a la gaita asturiana como muestra de respeto a Don Pelayo.
Durante muchos años he tenido que aguantar las tonterías de los que identificaban sus intereses con los de Catalunya, sus opiniones con el ideario nacional y los fondos públicos con sus ahorros personales arrogándose el derecho exclusivo al uso de catalanómetro, útil dispositivo que les permite dictaminar quien es más y quien es menos catalán en función de la cantidad de ruedas de molino del sectarismo nacional-delirante con las que está dispuesto a comulgar.
En mi vida profesional, tan estrictamente regulada por severas normas y donde aparentemente se rinde culto a la puntualidad, la precisión y donde ajustarse a lo programado es una necesidad irrenunciable, he visto alterarse los horarios por un partido de fútbol más o menos notable. ¡Cuanta virtud traicionada!.
Aunque no soy asiduo del ejercicio físico, encuentro entretenido algún deporte -ahora recuerdo el rugby y alguno más debe de haber…- pero solo soy capaz de constituirme en espectador si el lance del juego es realmente interesante. Es posible que pudiera soportar un partido de fútbol -he asistido a liturgias laicas y sacras más agotadoras- pero la parafernalia que rodea al evento, la sensación, no ya de seguir al rebaño, sino de oír los gritos del pastor llamando al corral, las tonterías de calibre supino que todo famosillo o famosete se cree con licencia para verter en cualquier medio, el desatino de ver convertidas en noticias perennes unas trompetillas o un oráculo, el bombardeo continuo de las consignas y la sorpresa de descubrir -quizás por mor de la memoria histórica y el cambio de lado de la tortilla- que «la nacional» es «la roja», me sobrepasa.
La indignación y la rebeldía se me acumulan, me resulta difícil -lo consigo con dificultad- coordinar ideas con movimientos y las náuseas acuden por oleadas. El fútbol me hace vomitar.
Por fin alguien habla claro sobre el tema, solo los peces muertos nadan a favor de la corriente me decía un gran amigo. Me agrada ver que los hay vivos.
Un saludo, Héctor.
Gracias Hector, aunque no encontremos la salida de la pecera… por lo menos hay que buscarla. :-)