No me sorprende que haya quien viva esclavo de la superstición. Se trata de un fenómeno antiguo, relacionado con el miedo a lo desconocido y a la necesidad de encontrar el consuelo de una explicación aunque sea mágica, cruel o absurda porque al fin y al cabo es una explicación y proporciona menos angustia que la incertidumbre.
Pero me asombra que en el mundo moderno, donde la tecnología es omnipresente y donde la ciencia debería ser la fuente más fiable de certeza, haya quien mantenga supersticiones inexplicables.
Curanderos, echadores de cartas, adivinos y toda clase de charlatanes de lo más grotesco hacen su agosto a costa de la credulidad y la necesidad de esperanza del personal.
Y es que, aunque nos declaremos escépticos, los reflejos culturales parecen llevarnos por caminos diferentes de la lógica y el razonamiento y en muchas ocasiones aun rechazando las supersticiones no podemos evitar esperar la buena suerte que solucione nuestros problemas o leer el horóscopo como si todos los nacidos en el mismo mes esperásemos a que lo diga la prensa para coger un catarro o tener problemas con «una persona cercana».
La suerte no existe. Hay algunas cosas que dependen más o menos del azar, pero la «buena suerte» tal y como la esperamos no llega, hay que ir a buscarla y provocarla con nuestros actos y nuestro esfuerzo.
Y desde luego, que Mercedes se haya caído hoy por unas escaleras no tiene nada que ver con que sea martes y trece, ni que después de bajar un tramo rebotando con las posaderas en cada escalón haya salido con dolor y magulladuras pero sin nada roto, tampoco tiene tiene nada de «buena suerte». Son cosas que pasan y las vamos llevando como podemos y sabemos. Son, en definitiva, no tan solo «cosas de la vida» si no la vida misma.