Como casi todos los españoles de mi edad, a mi me bautizaron al nacer. Mis padres han sido siempre profunda y sinceramente católicos y yo fui monaguillo de la misa en latín a muy temprana edad, miembro de la Congregación Mariana algunos años más tarde y de misa diaria durante algún tiempo.
No obstante el someter al análisis de la razón los aspectos que rigen mi vida me ha llevado a ser bastante descreído en materia de religión. Yo no diría que soy ateo porque eso me parece el otro extremo de la misma moneda, una especie de «Fe negativa». Yo digo que soy agnóstico por dos motivos: el primero es creer que nada puede afirmarse sobre la existencia o no de Dios y el segundo que tal cuestión no me interesa en absoluto.
Este recorrido vital de abandonar las creencias religiosas en la que nos educaron o en el marco -real o aparente- en el que vivía nuestra familia, es muy frecuente en nuestra sociedad. Observo que hay quienes reniegan de los principios que según dicen les han «impuesto» y quien al abandonar la fe se ven en la necesidad de abrazar esa especie de fe negativa que consiste en afirmar la perversidad intrínseca de la religión, la iglesia, el clero o cualquier parte de la sombra de la cruz.
Otros adoptan una vida ajena a la religión por pura vagancia. Frecuentemente se instalan en una existencia amoral, es decir, donde la moralidad de los actos es algo irrelevante y todo se mide en función del propio interés, satisfacción o comodidad.
Yo creo firmemente en la moralidad de los actos, en la necesidad de determinar cuales de las opciones que podemos elegir es la que nos acerca al bien y la verdad y en la obligación moral de elegirla. Y creo que la satisfacción de esa necesidad produce un bienestar personal y un progreso de la especie, un avance, por pequeño que sea en la escala de la evolución. Hacer lo que creemos que está bien nos lleva a la felicidad y eso constituye el fundamento del Deber.
Por esa razón con el mismo convencimiento que rechazo aquellos aspectos de la religión que no se sostienen ante el análisis de la razón, creo que hay muchos aspectos positivos a considerar antes de desechar completamente una parte tan importante de nuestra cultura y nuestra historia.
En primer lugar hay que tener en cuenta que el cristianismo es un caso de éxito. Durante unos dos mil años no solo ha sobrevivido, sino que ha crecido y durante una gran parte de ese tiempo ha ejercido una influencia importante en la historia de la humanidad. Auténticas multitudes han consagrado su vida a los principios de la religión, han ido a la guerra o se han dejado matar por estos principios. Atribuir todo ello a la incultura, la represión o a la naturaleza supersticiosa del ser humano es una simplificación inaceptable.
Tanto si lo consideramos como ideología, como producto cultural o como forma de vida, el cristianismo debe tener alguna razón en la que se basa su éxito.
Si personas de gran inteligencia excluyen de sus brillantes razonamientos las cuestiones de fe o incluso adaptan sus conocimientos científicos para que guarden una cierta concordancia con su fe, debe ser que por alguna otra parte obtienen un retorno que equilibra ese malabarismo de la razón.
En el campo social, es evidente que el poder la de iglesia como institución no se basa en su poder financiero, diplomático o militar y los estados modernos o los políticos más liberales le dan un trato de respeto incluso preferente.
Por otra parte, los principios cívicos que deberían alentar una sociedad moderna, como son el fomento del conocimiento, progreso de la ciencia, desarrollo de las virtudes cívicas, respeto a los principios del derecho, la libertad y la solidaridad humana, no parecen haber ocupado con igual velocidad el espacio abandonado por los principios religiosos.
Interpretaciones absurdas de la pedagogía, de la libertad y de la moral nos han llevado a desnudar de modelos morales e ideológicos la educación de nuestros hijos. Veo que hay padres que no educan para ‘no imponer’ unas creencias a sus hijos, que no les marcan unos límites para ‘no reprimirles’ y no les señalan el camino para respetar ‘su libertad’.
Yo no soy ni pedagogo ni antropólogo ni tengo otros títulos que respalden unos conocimientos al respecto más que aquellos que he adquirido por mi cuenta leyendo, observando y analizando, pero creo que no me equivoco en absoluto al decir que esa actitud es una soberana estupidez. A los niños hay que mostrarles un camino, hacerles experimentar que hay limites y explicarles que hay que elegir, ser consecuente con lo elegido y que no solo hay resultados buenos y malos sino que además siempre existe la posibilidad de equivocarse. Porque educando su criterio es como podrán ser libres y elegir el camino que les marcaron o tomar otra opción. Si desconocen que hay camino o limites o ignoran incluso que pueden tomar decisiones, ¿Que clase de libertad es esa?. Ninguna.
No me escandaliza en absoluto la discrepancia de nuestras costumbres con los signos externos de la moral cristiana o católica. Me escandaliza la ausencia de una moral cívica firme que sustituya esos principios que tan alegremente rechazamos en función de un supuesto raciocinio.
El recurso ancestral al castigo divino y la condenación eterna era un fuerte incentivo para modificar la conducta. El rechazo social y la estigmatización acomodaban el comportamiento público de los menos fieles a los estándares del grupo. Puede que sean imposiciones violentas, pero han funcionado durante siglos y el hombre moderno, liberado de estos corsés, ¿Que incentivo tiene para elegir una vida moral según los principios de la razón?. Y sobre todo, en un mundo imperfecto, ¿Que modelo elegir?.
No desechemos tan rápido las enseñanzas recibidas. A mi modo de ver una de las razones del éxito de la moral católica es que se basa en gran medida en el derecho natural y establece políticas que minimizan los conflictos potenciando la colaboración.
El resumen más importante del cristianismo, “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” es por si solo un compendio moral sumamente sólido. El agnóstico solo tiene que pensar que hace con el concepto de ‘Dios’. Pero esto es sencillo, porque según me enseñaron, Dios es Amor, Verdad, Justicia, Sabiduria…en definitiva, Perfección, algo inexistente en el mundo real. Cuando el evangelio dice «Sed perfectos como mi padre celestial lo es» (Mt. 6, 48) nos está pidiendo que tengamos un ideal de perfección, aun a sabiendas de que es inalcanzable. A ese Ideal le llama Dios. Solo tenemos que pensar que es para nosotros ese Ideal. Da igual que sea la honradez, la verdad, una sociedad perfecta, el Nirvana o el éxito comercial. Busca tus objetivos, persíguelos por encima de todo puesto que has decidido, según tu criterio, que eso es lo bueno y lo perfecto.
¿Y eso de ‘amar al prójimo como a ti mismo’?. También es sencillo, aunque yo lo desglosaría en dos conclusiones. La primera es que te tienes que amar a ti mismo. Si no te amas a ti mismo, no puedes amar a los demás. La segunda debería ser algo bastante evidente como norma moral: no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti.
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