Figueres está en obras. Ya sé que es un buen mal común a toda España producto del plan del gobierno para tener entretenidos a todos los obreros que antes se dedicaban a construir casas para los especuladores. Pero las heridas polvorientas de Figueres me duelen más por la sencilla razón de que yo vivo aquí. El otro día en El corte Inglés de Serrano también había montada la marimorena, pero como estaba de visita fui educado y no dije nada.
Pero en mi casa es otra cosa.
En mi casa hago y digo lo que me da la gana. Y más cuando soy testigo forzado de tanta estupidez e incompetencia. No soporto las manifestaciones descaradas de estupidez. Tengo que arremeter contra ellas, a pesar de que eso va en parte contra otro de mis principios: «no pegar tiros al aire». Porque normalmente al orate le da igual que se lo expliques, su propia imbecilidad le inmuniza contra tu lógica. Evangelizar cretinos en pro del sentido común es como echar margaritas a puercos. Se las comen y eructan.
Me dan ganas de meter al Alcalde y a todo el consistorio en la fila de reparto de improperios. Su interpretación libre de la «ciudad amable» nos pone de los nervios a una mayoría de los ciudadanos que vemos una ciudad pacata, tortuosa y asfixiante: una versión urbanística de la Vetusta novelesca. Pero fiel a mi costumbre eludiré descender al fango de la política y dedicaré mi meditación a la realidad cotidiana.
Figueres está asediada. La necesidad de acabar las obras con el ejercicio económico y el empeño de obstaculizar el tránsito en todas las vías de acceso a la ciudad ha llevado a que las diferentes avenidas estén en obras. No obras de ensanche sino obras de construcción de obstáculos a la circulación. Plataformas elevadas rompe-bajos-de-coche estrechamientos de calzada con paradas de autobús incluida que nos deben disuadir de usar nuestro vehículo y hacer los cuatro o cinco kilómetros que nos separan del centro comercial cargados con las compras de navidad y tirando de los niños que recogimos tres kilómetros antes en el colegio.
En estas obras, por alguna razón el Ayuntamiento ha desistido de situar al típico guardia urbano que promueve los atascos más inverosímiles. En un alarde de sagacidad el consistorio ha delegado esta función en el contratista de la obra y como todo el mundo habrá podido comprobar alguna vez, el contratista coloca a dirigir el paso de vehículos al más inútil de sus empleados ya que como empresario sabe que lo que le conviene es que los obreros productivos trabajen y los que no sirven ni para acarrear la carretilla son los que manejan el stop y los gualqui-talquis en el paso alternativo. A veces sustituyen a estos dos pedazos de carne por uno solo, o por un par de semáforos que unas veces funcionan y otras se sincronizan, nunca ambas cosas al tiempo.
Como cualquier otro tonto con autoridad, en caso frecuente de que su incompetencia provoque un conflicto, los improvisados señaleros recurren alternativamente a chillar, (en directo o por el gualqui-talqui) a hacer aspavientos o a amenazar con llamar a la policía, como si no supieramos que ellos están allí porque la Autoridad se ha quitado de en medio, para evitar verse involucrada en estos atascos premeditados y ejecutados con alevosía y ensañamiento.
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Plan «E» de Embotellamiento, que pareces nuevo… ;)