Cuando llegué a la habitación por la noche, había un moscardón en el cuarto de baño.
Cerré la puerta y lo dejé allí encerrado, horrorizado por la posibilidad de que se pasase toda la noche importunándome con su zumbido o dándome pasadas rasantes sobre la oreja.
El moscardón quedó allí encerrado. Unas cuantas dudas me asaltaron. ¿Que duración tendría la vida de un moscardón? ¿Podría volar en la oscuridad del cuarto de baño? ¿escaparía por debajo de la puerta?
Estas dudas me ocuparon solo un momento.Me metí pronto en la cama pues al día siguiente tenía que madrugar.
Por la mañana, cuando sonó la alarma de la PDA, me levanté sin pereza. Nunca me ha costado levantarme de la cama cuando tenía algo que hacer.
Entré en el cuarto de baño para asearme y mientras u¡intentaba verme en el espejo y procuraba ordenar los pensamientos me vino el recuerdo del moscardón a la mente. No había aparecido. Quizás se habría muerto o encontrado una escapatoria.
Pero al conjuro de mi pensamiento, el característico zumbido precedió solo en unas décimas de segundo a una pasada del animal entre mi cara y el espejo, seguida de un rápido giro a noventa grados de alabeo para iniciar dos rápidos virajes a mi alrededor.
Eché mano de la toalla y sacudí el aire alrededor del cuerpo para amedrentar al acosador que fue a posarse en un azulejo de la pared para examinar la situación. Sin darle tiempo a encomendar su alma al gran espíritu de los moscardones, le sacudí un trallazo con la toalla que dio con el bicho en el suelo y que casi hace volar todos los frascos de mi neceser como daño colateral.
Tranquilo y relajado al verme libre de la amenaza, pensé en lo poco que me habría costado el día anterior emprender aquella acción rápida y resolutiva que había ejecutado de una forma casi instintiva.
Este pequeño y trivial incidente muestra que muchas veces hacemos con los problemas lo mismo que con el moscardón: los encerramos a oscuras en el cuarto de baño esperando que el sueño y el tiempo los haga desaparecer solos, conservando la incertidumbre y las dudas en la mesilla para reencontrarlas al día siguiente hasta que finalmente nos damos cuenta de que si enfrentamos el problema con decisión lo resolveremos muchas veces sin gran esfuerzo porque la dimensión y gravedad que percibíamos no era producto de su entidad sino consecuencia de nuestras dudas, miedos e indecisión.
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