Ya estoy de regreso de las vacaciones. Es una sensación extraña, porque normalmente todo el mundo se suele sentir triste al acabar las vacaciones. Dicen incluso que hay un tipo de depresión específica que ataca a la vuelta al trabajo y la rutina diaria.
Por otra parte leo en un blog que hay un porcentaje importante de españoles que no ‘desconectan’ de su trabajo durante las vacaciones y que gracias a las nuevas tecnologías acceder a sus tareas por internet o se ven importunados por teléfono para seguir en la brecha.
Yo no estoy en absoluto deprimido. Estaba deseando acabar las vacaciones. Sería inexacto si dijera que me lo he pasado mal o que estaba sufriendo, porque ha habido muy buenos momentos, momentos divertidos y momentos tranquilos, pero también ha habido momentos de calor insoportable, de incomodidad desagradable y de aburrimiento y desesperación. Quince días me parece una eternidad para pasarlos frente al mar. Más de treinta grados a la sombra me parece una crueldad innecesaria, una fatiga empapada en sudor y ojos cegados por un sol abrasador.
Resulta que si no te gusta el mar eres raro. A todo el mundo le gusta el mar y todo el mundo coincide con los poetas que han cantado su inmensidad, su precioso color azul, su olor y el rumor o las caricias de las olas.
A mi me parece un montón de agua salada que deja una sensación bastante desagradable después del baño, encuentro insufrible el picor de la sal en la piel y volver a casa con el bañador húmedo rozándome hasta la irritación la entrepierna. Ducharme al llegar y empezar a sudar antes de haberme acabado de secar.
Y no tengo depresión por volver al trabajo, pero me siento mal por estar deseando que se acaben de una vez las malditas vacaciones marineras porque la razón de que me haya visto en este trance es que a Mercedes si le gustan y yo me he apuntado para que ella las disfrutase y quisiera poder haberlas disfrutado más para que ella se lo pasase mejor, en lugar de pensar en que yo estaba a disgusto o incluso soportar injustamente algún arrebato de mal humor producido por la ansiedad y el calor. A mí me gustaría compartir con ella su afán marinero como todo lo demás de nuestra vida, pero el mar y yo solo nos toleramos en pequeñas dosis.
Ahora mismo contemplo tras los cristales de la cafetería del barco que nos lleva a Barcelona esta inmensidad, un plano gris y soleado y lo encuentro aburrido. Sumamente aburrido. Y mejor que lo siga siendo, antes que convertirse en una desagradable superficie ondulante. Por suerte las fuerzas que controlan y agitan el mar nada saben de mi desafío y mi desprecio.
Supongo que volveré al mar y a la playa. No lo haré resignado, sino decidido a pasarlo lo mejor posible. Seguiré intentándolo como debía intentarlo el pastor enamorado de la sirena, lo haré ilusionado en arrancarle algún momento brillante y divertido, con la misma ilusión que nos esforzamos en encontrar la felicidad desechando los desplantes de la vida, sin pensar jamás si nos gusta vivir, solo asumiendo que la vida es así: un poco de esto y otro poco de aquello y que de nosotros depende poner el acento del lado de la balanza que más nos conviene para elegir ser felices o desgraciados.
Naturalmente yo elegiré ser feliz. También mañana cuando vea el mar, de vuelta al trabajo.