Ayer, después de haber llovido durante un par de días, salió el sol. La luz brillaba en las ramas de la morera que hay frente a nuestra puerta y me di cuenta de que ya estaban brotando las primeras hojas. Recordé que cuando era pequeño esperaba impaciente este momento para poder recolectar las hojas con las que alimentar a los gusanos de seda.
No recuerdo cómo empecé a criar gusanos de seda. Alguien debió regalarnos a mí hermana y a mí los primeros huevos, unos diminutos puntos amarillo ocre pegados en un cartón.
Los gusanos salían de esos huevos al final del invierno, casi siempre antes de San José, que era la fecha «oficial» en la que debían aparecer las primeras hojas en las ramas de las moreras.
Esto provocaba una pequeña crisis, pues los diminutos animales necesitaban imperiosamente alimento para crecer y al no estar disponible su forraje estándar había que suplirlo con hojas de lechuga, que al parecer era el único sucedáneo que admitían estos minúsculos gourmets. Mi madre aceptaba actuar de proveedora, intentando que les diéramos las hojas desechadas en lugar de las que iban destinadas a la ensalada familiar.
Mi hermana Maite, cuatro años mayor que yo recuerda que «fue mamá la que nos aficionó y nos hacía que buscáramos las hojas de morera para que no se murieran«.
Y recuerda que recogía hojas de morera al salir del instituto, de donde deduce que quizás tuviera once o doce años. A mí me parece que empezamos antes y creo recordarla cuidando a los bichos con el uniforme del colegio de monjas.
En cualquier caso está claro que ella fue la pionera en la cría de gusanos de seda y yo debía prestarle tanta atención a su «granja» que pronto tuve la mía propia. Estás «granjas» eran las típicas cajas de cartón donde venían los zapatos. Mi hermana me recuerda que un año ella tuvo una caja de camisas que tenía en la tapa una ventana con un plástico transparente, lo que convertía la vida de estos insectos en un espectáculo apasionante.
Nos encantaba observar cómo crecía día a día y como mordían las hojas dejando señales apreciables a cada bocado.
Cuanto llegaba su momento, suspendido entre algunas ramas que pequeñas que introducíamos en su hábitat, empezaban a confeccionar el capullo de seda.
Era una fecha señalada. El proceso de crecimiento nos había entretenido y llegaba el espectáculo del tejido del capullo que ocultaría a nuestros ojos la metamorfosis en crisálida.
Mientras nuestros lepidópteros se iban encerrando en su capa de seda, surgía año tras año el comentario de que, para salir del capullo, la mariposa tenía que romper la seda inutilizando está para su uso industrial. Para evitarlo había que hervir los capullos, matando, obviamente a la crisálida.
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(Imágenes del artículo de Wikipedia)
Nunca nos planteamos tal crueldad, el interés por observar la última parte del proceso era mucho mayor, y nuestra «producción» era sin duda irrelevante en términos económicos y comerciales. Aunque lo hubiera sido, nuestra motivación no era en absoluto pecuniaria: nunca hemos sido una familia de comerciantes. La curiosidad por la ciencia y la naturaleza era una fuente de diversión en aquellos años sesenta en los que en mi casa aún ni siquiera había televisión.
Hoy en día no sé si podría competir con el imperio de las pantallas, pero estoy seguro de que a la mayoría de los niños les seguirá pareciendo apasionante poder observar en una caja de zapatos el proceso de la vida.
Y siempre se puede recurrir a la wikipedia para saber más de este «Bombyx mori» que es el nombre científico del gusano de seda doméstico.