Estos días el trabajo me ha llevado a Madrid. Cada vez que aparezco por allí pienso en como sería vivir en la gran ciudad y como habría cambiado mi vida en caso de tomar otras decisiones o haberse dado otras circunstancias.
La primera impresión siempre es positiva. Madrid es aquella ciudad que conocí con diecisitte años, de estudiante, como una novia de juventud que siempre se recuerda con cariño y algo de nostalgia al pasear por los rincones evocadores que parece que se conocen desde siempre.
Mi llegada a Madrid fue una experiencia inaudita, en coche por las calles vacias por la festividad de La Almudena, me pude permitir ejercer de provinciano y dudar en los cruces o esperar en los semáforos sin los exasperantes bocinazos de los estresados y agresivos conductores madrileños.
Pero luego vienen las aglomeraciones, el sofocante aire del metro, las galerias kilométricas y la hora de peaje para ir a cualquier sitio que reduce la mitad del día a tiempo perdido en los desplazamientos.
Y el horario laboral trae la hecatombe. Una masa metálica fluyendo por las calles, una masa deshumanizada invadiendo las aceras de gente mirando al suelo.
Madrid está bien para unos días. De turista. Para disfrutar de los actos de esta Semana de la Ciencia que se anuncia en el Metro, para ver el teatro, recorrer las siempre bien dotadas grandes librerías y poco más. Sin tiempo para cansarse hay que volver a la periferia, a la vida tranquila y la tierra entrañable, las zapatillas y el sofá.
A ver si me pasas as fotos ;)