Se trata, sin duda alguna, de una de las leyendas más extendidas entre la tropa de reemplazo. Según la misma un determinado oficial o suboficial estaba relegado en la profesión porque poseía una “medalla negra”. Este tipo de distinción consistiría en una medalla como las que todos los militares lucen sobre el pecho, pero con dos características principales: una su color, que como su nombre indica es negro y la otra que en lugar de sobre el bolsillo izquierdo, a la vista de todo el mundo, las medallas negras se llevarían en el mismo sitio pero por la parte interior de la guerrera, prendidas en el forro y ocultas de la curiosidad pública, para vergüenza y contrición de su poseedor.
En la mentalidad de aquellos soldados de reemplazo la cuestión no dejaba de tener su lógica. Si por actos meritorios los militares recibían honores y distinciones que exhibían orgullosos sobre el pecho, aquellos que realizasen actos vergonzosos o reprobables debían ser sancionados, precisamente en la forma completamente opuesta, viéndose privados de ostentar las medallas que lucían hasta los más poco espabilados e incluso cargando con el oprobio de una distinción negativa.
¿Dónde quedaba entonces la aplicación del Código de Justicia Militar?. Al respecto hay que hacer varias consideraciones. La primera es que el “imperio de la Ley” y el concepto de “Estado de Derecho” solo han entrado a formar parte de la cultura popular de nuestro país en fecha reciente y aun así habría mucho que discutir sobre la exactitud con la que, aún hoy, el pueblo asume y entiende estos conceptos. Pero al caso que nos ocupa baste decir que se aceptaba sin reparos la existencia de un interregno entre la aplicación de la Ley y la pura impunidad muy frecuente en cualquiera de los ámbitos cerrados de la sociedad -uno de los cuales eran sin duda los Ejércitos- en los cuales o “los trapos sucios se lavaban en casa” o se aplicaban normas jurídicas incompatibles con el concepto de justicia actual, como los Tribunales de Honor en los que los propios compañeros del miembro díscolo de la comunidad decidían su castigo de una forma más o menos discreta, para no perjudicar a la fama del colectivo o enjuiciaban conductas no delictivas pero vergonzantes para el colectivo como el hecho de ser cornudo consentido, ladrón de fondos dudosos, jugador moroso, galante con las esposas de compañeros o superiores o pródigo en confianzas con los inferiores aun no siendo subordinados.
Se vivía sumido en esta cultura de hipocresía, donde los vicios eran admitidos siempre que no fueran públicos, lo que hoy consideramos abusos formaban parte del ejercicio de cualquier puesto de autoridad como prebendas institucionalizadas -pero no reguladas, salvo de forma tácita- del que ejercía el mando y existía una pléyade de compensaciones, favores, recomendaciones, castigos o represalias que cabía esperar del favor, la amistad o el humor arbitrario de quien ejercía cualquier parcela de poder.
La existencia pues de un castigo misterioso y vergonzante de uno de los miembros de la clase poderosa, aun cuando fuera de sus escalones más bajos, un suboficial o un oficial, no resultaba pues inconcebible para aquellos muchachos que cumplían su servicio militar sin llegar a entender las complejas reglas que regían el mundo castrense, para ellos tan absurdas y ajenas a su experiencia en la vida civil.
A pesar de la discreción con la que hipotéticamente se distribuían las medallas negras, su existencia se hacía evidente para la tropa por una serie de indicios inconfundibles.
El primero era la ausencia completa de condecoraciones meritorias en el uniforme del estigmatizado. Otros detalles eran el hecho de que el supuesto portador de la medalla negra era normalmente más mayor que el resto de los de su empleo, indicio de haber sido relegado para el ascenso y su ánimo era siempre ceniciento y malhumorado, rayano en la crueldad en los castigos e inmisericorde a cualquier causa atenuante que se pudiera alegar. Era, en definitiva, un amargado que arrastraba la vergüenza y el rechazo de los de su clase y sublimaba sus frustraciones fustigando a los desgraciados que tenía bajo su mando.
Aunque resulta obvio decir que tal distinción vergonzante no ha existido nunca, hay que admitir que entre los arquetipos de la milicia sí que nos resulta fácil recordar a alguno de los que fácilmente habrían podido ser objeto de esta historia legendaria. Como profesionales sabemos bien que si un profesional con el número adecuado de años de servicio no posee medallas y condecoraciones es bien seguro que no solo ha hecho pocos méritos para merecerlas sino que probablemente ha acumulado razones para que sus jefes desistieran de proponerlos a tales honores. Profesionales escasamente formados, víctimas de vicios difícilmente reprobables por la vía jurídica o disciplinaria quizás porque se han mantenido en el ámbito de lo privado, mayores o avejentados, frustrados, resentidos e irritables, nos gustaría pensar que son producto de otra época, pero lo cierto es que la naturaleza humana es lo suficientemente compleja como para que salvo la improbable circunstancia de que consiguiéramos una organización perfecta, dichos tipos sigan existiendo en mayor o menor medida.
La mejor solución no sería imponerles una medalla negra, sino encontrar la forma de motivarlos, formarlos e ilusionarlos para que nos veamos obligados a proponerles para los méritos y condecoraciones que todo militar desea y el reconocimiento que todo ser humano anhela.
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