El día que murió Franco, el 20 de noviembre de 1975 yo estaba interno en un «Colegio Preparatorio Militar» que que dependía de la «Delegación Nacional de la Juventud», un organismo de la Secretaría General del Movimiento, y ese día teníamos que asistir a una misa funeral por José Antonio Primo de Rivera en el Valle de los caídos.
Entre sueños oí los cañonazos de las salvas que me confirmaron lo que había supuesto los días anteriores: que al dictador lo desconectarían el día del aniversario de la muerte de Jose Antonio.
Asistimos aquella mañana al funeral en el valle, envuelto en una espesa niebla gris. Al volver a la Casa de Campo esperábamos irnos de vacaciones como el resto de los estudiantes de España. Sin embargo, nos dijeron que nuestra preparación de las oposiciones era lo más importante y que a pesar de los acontecimientos, no podíamos permitirnos ni un día de descanso. Hubo cabreo general, claro. La sensación esa de estar haciendo el gilipollas, pues incluso las academias militares habían decretado permiso oficial para sus alumnos.
Poco después el director vino al colegio y nos reunió para decirnos que nos había cabido el «inmenso honor» de formar en el Valle de los Caídos el día del entierro del Caudillo (que así es como llamaban sus adeptos al dictador).
El colegio actuaba también como albergue de la IYHF (International Youth Hostel Federation), la asociación internacional de albergues juveniles. Siempre había algún estudiante extranjero allí alojado.
La noche anterior estuve hablando con alguno de ellos. Una muchacha norteamericana, estudiante de la UCLA estaba exultante de gozo. Decía que solo había podido venir a España un mes, y que había tenido la suerte de poder vivir un momento «Histórico». Lo pongo así con mayúscula porque a ella se le llenaba la boca al decir esta palabra. Como por la radio anunciaban la apertura de la capilla ardiente en el Palacio de Oriente, decidió ir y quedamos que si era posible, la acompañaría. Al día siguiente era viernes y las clases estaban suspendidas.
Después de desayunar salimos hacia el centro. Cuando llegamos a la cola esta bajaba por la calle Onésimo Redondo (hoy Cuesta de San Vicente) y nos incorporamos a la misma a la altura de la Estación del Norte (hoy intercambiador de Príncipe Pío).
Una vez en la cola, Carol, que así creo recordar que se llamaba mi amiga norteamericana empezó a interesarse por la historia reciente de España, la guerra civil y el régimen político.
Como es fácil de imaginar aquella cola estaba formada en su inmensa mayoría por adeptos de «lealtad inquebrantable» al régimen y su figura central, el incuestionable «Caudillo Salvador de España». eran gente de diferentes clases, pero sobre todo gente humilde y sencilla, que realmente creía que la actitud autoritaria y la disciplina férrea de la dictadura había contenido el caos, había salvado a España del comunismo y la segunda guerra mundial y había propiciado el bienestar económico. Pero Carol preguntaba cosas como «¿Franco era bueno?» Cualquier cosa que yo pensase era poco prudente expresarla en voz alta en aquella marea de adeptos, así que yo salia del paso con tópicos como «bueno, en este momento nos falta perspectiva y la historia juzgará…» Supongo que como mis respuestas tenía un tono muy diferente a las de la noche anterior. En un momento determinado se me acercó y en voz baja me preguntó: «¿tienes miedo?».
Si, yo tenía miedo. Pero no de la represión, de la policía social, ni de los grises. Tenia miedo de la gente. Gente fanática, aburrida en aquella cola de horas, españoles extrovertidos, deseosos de dar testimonio de su fé y dejar clara su posición ante el orbe conocido. El margen de libertad de expresión era muy diferente en la charla nocturna y privada del día anterior a la voz alta en el seno de una multitud bastante monocolor.
En un momento determinado le surgió una duda sobre los contendientes en la guerra civil. Yo intenté explicarle que el bando sublevado, al que los otros llamaban «facciosos», se denominaban a si mismos «nacionales» y que a los del bando gubernamental, los leales a la república o republicanos, los otros les llamaban «rojos».
La señora de delante, a la que hacía rato que yo ya le veía estirar la oreja, se volvió en redondo girando sobre uno de sus tacones y dijo: «¡No hijo, No. No les llamaban Rojos: Eran Rojos!» A partir de ese momento, pasó a ignorarme por completo, se dirigió exclusivamente a Carol como si fuera una amiga de toda la vida y le puso el casete por las dos caras con el tema «Los Milagros de Franco y la Nueva España».
Yo, la verdad, me quedé aliviado. La situación había estallado, pero sin violencia. Al volverme transparente había pasado a una cómoda posición de espectador y aunque Carol me dirigía de vez en cuando miradas interrogantes, yo ponía cara de paisaje y pensaba: «¿miedo?, ¡toma miedo!, tú te lo has buscado».
Todavía nos quedaban más de tres horas de cola. En ese tiempo, como no podía ser menos, sin tener que preguntar, me pude enterar -no me quedó más remedio- de parte de la historia de nuestra guía. Su marido ostentaba un empleo de suboficial en la Guardia Personal del Jefe del Estado. Había hecho la guerra, obviamente en el bando nacional. Tras la guerra consiguió una plaza en la Casa Militar y cuando la Guardia Mora volvió a su tierra, en la Guardia Personal. Disfrutaban de una vivienda en el Pardo, donde habían criado felices a sus hijos contribuyendo a la Paz y el Progreso de España.
A la una llevábamos tres horas de cola y llamé desde una cabina al colegio para pedir permiso para no ir a comer y cumplir nuestro objetivo. A las tres entrábamos en la capilla ardiente. El cadáver de Franco me pareció pequeño, gris y ceniciento.
La mayoría de la gente que desfilaba por allí estaba triste y emocionada, todos eramos conscientes de vivir un momento histórico de cambio y sentíamos incertidumbre sobre si sabríamos conducir el futuro hacia donde queríamos, conscientes de que no todos queríamos lo mismo o no lo queríamos por el mismo camino.
Seguramente no todos los que desfilaron por aquella capilla ardiente eran adeptos al Régimen. Habría curiosos, aspirantes a vivir en directo un momento histórico y hasta quien quisiera asegurarse de que el tio Paco estaba frío sin recuperación.
Yo tenía diecisiete años, han pasado cincuenta y lo recuerdo, casi, como si hubiera sido ayer.