Mi padre ha fallecido esta mañana. Tenía 83 años y hace años que tenía muy asumido que cualquier día una llamada telefónica podía anunciarme el trance que forma parte del natural proceso de la vida. Sin embargo por mucho que tratemos de utilizar el razonamiento para somatizar el dolor y la tristeza, estos surgen rebeldes, una y otra vez de lo más profundo de las entrañas.
No creo que haya que ocultar los sentimientos y sé que llorar permite un desahogo de las emociones que nos libera de la tensión a la que estas nos someten. Pero siempre he usado el razonamiento y la introspección, no para atenazar mis sentimientos sino para entenderlos y de alguna manera experimentarlos de una forma más extensa y más intensa, como una forma más completa de vivir consciente de que experiencias dulces y amargas son parte de esa experiencia vital y que si las asumimos como tales, nos harán más fuertes y más sabios.
Cuando durante estos últimos días de la enfermedad de mi padre he vislumbrado que su fin podía estar cerca, de forma inconsciente han ido aflorando los recuerdos y el reconocimiento de tantas cosas que son motivo de alegría y que no desaparecen con mi padre. Si tuviera que destacar una entre todas, esta sería sin duda alguna su búsqueda continua de la sabiduría. Alguien diría que le daba muchas vueltas a las cosas y es verdad. Analizaba, meditaba y estudiaba la vida en busca de la verdad. Cuando llegaba a una conclusión la asumía empujado por su concepto de la honradez, sin considerar la fatiga, la incomodidad o los disgustos que ello pudiera ocasionarle, era capaz de defender su posición contra el mundo. Y no era fácil desalojarle de allí porque había que seguir los vericuetos de su razonamiento y tomarse el trabajo que él se había tomado para forjar sus conclusiones.
Mi padre no era perfecto. Convivir con él ha sido muchas veces como navegar en medio de una tormenta. Siempre sintió no haber podido aprender el oficio de padre del suyo, del que se vió separado por la guerra y las circunstancias de la vida a temprana edad. Los principios aprendidos en casa, la austeridad del convento, la disciplina del cuartel y el esfuerzo del trabajo forjaron su carácter y le proporcionaron junto a su temperamento, los recursos con los que acometió nuestra educación. Y nunca desistió de ella. Nunca dejó de pensar que podía influir en nuestra conducta, nunca abdicó de su condición de padre. Sé que estaba orgulloso de nosotros. Siempre nos impulsó a estudiar, a buscar el respeto del sabio y despreciar el del necio, a valorar lo que somos, más que lo que tenemos y a buscar la felicidad en la lucha por la superación personal.
Mi padre no era perfecto. Pero era honrado y consecuente con sus ideas, siempre encontró valor y arrestos para defenderlas.
Sobre estas notas solo sobresale el amor que sentía por mi madre y por nosotros, sus hijos. Con genio vivo o calmado, de buen o de mal humor, nervioso, estresado o relajado y divertido nunca he dejado de percibir el amor de mi padre por su familia. Era estricto, riguroso y exigente mas que cariñoso y permisivo pero nunca, desde mi más tierna infancia hasta mis últimas conversaciones con él he dejado de percibir el intenso flujo de su amor hacia nosotros.
Creo que hemos tenido suerte de poder disfrutar de su compañía hasta una edad avanzada en la que se ha mantenido con autonomía, lucidez y un grado de salud razonable entre los achaques de la edad. Ahora, más allá del razonamiento, nos embarga la pena de su partida y empieza a abrazarnos el descorazonador sentimiento de la soledad que se desprende de su ausencia.
Tras esa sensación, lo importante de mi padre vive en nosotros, en nuestro recuerdo y en esos principios que ya forman parte de nuestra vida, en la educación y en el amor que el nos trasmitió, que nunca nos faltará y que nosotros intentamos transmitir a nuestros hijos.
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