Me dijeron hace mucho tiempo que «las excusas son como la raja del culo: todos tenemos una» y el paso de los años me ha enseñado cuanta verdad hay en esa frase. La mejor forma de evitar recordarla con vergüenza es asumir la responsabilidad de los propios errores.
Los mecanismos que nos llevan a deducir que estamos siendo objeto de una excusa, es decir, que nuestro interlocutor nos está contando una milonga tiene que ver con la capacidad de deducción.
Por ejemplo, alguien que no contesta a nuestras llamadas a su móvil nos dice que «lo tenía apagado». Vale, ¿Y cuando lo encendiste, no te apareció un mensaje de «llamada perdida»?.
El caso es que hay tecnologías que propician los errores, como por ejemplo el Fax, ese nefado invento al que Nicholas Negroponte llamó «una gran mancha en el paisaje de la información» (El Mundo Digital, pág.222, ISBN:8440659253). Cuando enviamos un Fax no tenemos ninguna garantía de que haya llegado a su destinatario. A lo sumo sabemos que una máquina nos contestó que el protocolo de transmisión había finalizado con éxito, pero nada sobre si quedaba papel, si el receptor pasó por la oficina a leerlo, si el texto quedó legible…
Otras tecnologías nos dan confianza absoluta, aunque nunca deberíamos confiar de forma absoluta en nada.
Un par de días antes de viajar a Inglaterra escribí un correo a mi amigo John Partridge, para ver si podíamos vernos ya que iba a pasar a pocos kilómetros (digamos millas, que queda más británico) de su lugar de residencia. Me sorprendió no recibir respuesta y me quedé algo compungido pensando que le había avisado con poca antelación. Nuestro tercer y último día en Inglaterra era cuando nos acercaríamos a Peterborough, la ciudad próxima a la residencia de mi amigo, así que decidí llamarle. Estaba en su casa y no había leído el correo. Quedamos para el día siguiente y colgué el teléfono.
Mercedes procedió según la costumbre femenina de exponer los inconvenientes una vez que algo ha sido hecho y no antes, sembrando en mi ánimo la duda sobre si la hora a la que habíamos quedado sería conveniente, por lo que decidí volver a llamar a John. Para mi sorpresa, una voz en inglés me informaba de algún tipo de error en la marcación del número. Un número que apenas cinco minutos antes era correcto y con el que había estado hablando. Usaba mi teléfono móvil, de forma que no había vuelto a marcar el número sino que había repetido la llamada, de forma que el error de marcación no era posible. Esta primera sorpresa me distrajo de la posible inconveniencia de la hora y desistí de llamar.
Al día siguiente, llegábamos tarde a la cita por culpa de un bordillo agresivo del que ya se dio cuenta en este blog. La voz repetía de nuevo en mi teléfono un mensaje que a base de repeticiones conseguí entender: «El número que usted marca es incorrecto, pruebe a marcar otra vez o consulte con el ciento y pico…» que supuse sería el número de información.
Llamé a John a su teléfono móvil. «El número marcado no está en uso», mayor asombro. El día anterior leí el numero del su móvil en mi agenda a John, que lo reconoció como el suyo. Cuando llegamos a Peterborough, solo había un sitio en el cual sabía que nos encontraríamos con John, frente a la preciosa catedral de la ciudad donde está enterrada Catalina de Aragón, reina de Inglaterra como primera esposa de Enrique VIII. John no estaba allí y por más que lo buscamos no aparecía.
Yo estaba desesperado: era prisionero de la excusa más absurda que pueda inventarse, una excusa que yo nunca habría creído. Un número se usa para llamar y cinco minutos después ya no funciona, y el mismo usuario tiene su teléfono móvil inaccesible.
John, además de amigo mío, es un caballero inglés y si yo hubiera aducido tal excusa no habría dado señal de ponerla en duda, pero ¿como podía usar una excusa que ni yo mismo habría creído?
De una forma completamente casual y afortunada, después de haber desistido de encontrarle y haber visitado la catedral, cuando ya habíamos decidido volver al coche y abandonar la ciudad hundiéndome en la ignominia y la vergüenza, víctima de la tecnología telefónica, nos encontramos con John. Después de explicar nuestro incidente con el bordillo le expuse los inexplicables fallos de los teléfonos, insistiendo en que escuchase por si mismo el mensaje de error de su supuesto teléfono fijo y la negación de su teléfono móvil. No lo hice por que él tuviera dudas: era por que las tenía yo. Insisto, jamás habría creído absolutamente a nadie que me hubiera contado semejante milonga. ¿Dos fallos poco probables, el mismo día y con el mismo sujeto?. He repetido demasiadas veces que la casualidad no existe, pero después de esta experiencia, cuando hay tecnologías presuntamente seguras por en medio, … dejadme que os dé un consejo: Dudad por sistema de la tecnología y creed a los amigos. Si alguna vez os dan una excusa solo hay dos explicaciones posibles: O es cierta o tu amigo necesita que lo sea, en cualquier caso, como amigo solo tenéis la opción de creerle.