Resulta curiosa la forma en que elegimos los coches. Muchas veces importa más el color de la chapa o la tapicería que otras razones más prácticas. Confieso que mis elecciones de coche no siempre han sido todo lo frías y racionales que debiera. Hay algo que te acaba arrastrando a comprar un coche y no otro que no tiene nada que ver con sus prestaciones.
Por ejemplo yo nunca compraría un coche de ‘dos volúmenes’ o, como decía cuando era pequeño: ‘con el culo cortado’. No me gustan. Me ha costado mucho tener un coche con portón trasero y solo lo compré porque Mercedes insistió bastante, pero pude admitirlo porque tenía un conato de tercer volumen, un amago de forma de berlina.
Dicen que los todo terreno se están vendiendo bastante porque son un signo de poder y masculinidad. Desde luego al precio que están hay que tener preparada la billetera. Como me gusta el campo comprendo a los que compran un todo terreno ‘doble uso’ aunque pienso que al final no cubre con ventaja ninguno de los dos usos, ni es un coche cómodo para viajar o moverse por la ciudad ni llega muchas veces a pisar el campo fuera de las carreteras secundarias.
Cuando me apetecía tener un todo terreno me compré un Lada-Niva. Su precio, bastante económico en aquella época lo hacían un capricho accesible, pero sobre todo fue una herramienta excelente para disfrutar fines de semana de aventura con la familia, trotando por toda la provincia persiguiendo setas, masías y paisajes, sin sufrir por la suspensión o la pintura.
Además el pequeño soviético trepaba por sitios impensables para otro vehículo y era, en todo el sentido de la expresión un todo terreno excelente. Algunos inocentes me decían, “pero como tienes un Niva, si eso consume mucho!”. Si, el consumo podía llegar a los quince litros cada cien kilómetros, pero ¿que importa eso en un coche que solo usaba los fines de semana?. No sé si alguno de aquellos fines de semana, después de hartarme de recorrer el monte llegaría a haber hecho esos cien kilómetros.
Finalmente lo vendí porque ya no hacíamos excursiones familiares y se pasaba los meses aparcado en casa, criando telarañas y no llegaba a amortizar ni el seguro.
A pesar de comprender la faceta emocional que implica la propiedad de un coche, hay algo que no he podido entender nunca. ¿Por qué se compra alguien que no es albañil una camioneta?. Los todo terreno con una caja maletero al aire se han puesto de moda, no sé por qué extraño misterio del marketing. Yo los he encontrado siempre el más inútil de los vehículos. ¿Por qué iba a renunciar a cubrir todo el espacio del coche? ¿Que interés tiene que puedas llevar carga en un sitio donde puede mojarse? ¿Quien puede considerar razonable desperdiciar una tercera parte de la longitud del chasis?
Cuando me enteré de que Valentín tenía uno de estos vehículos se lo pregunté: “¿Para qué quieres tú este coche de robaperas?”. Yo creo que no me entendió, porque lo de ‘coche de robaperas’ es algo que decía Guillermo, mi profesor de Vuelo sin Motor. Su asociación de ideas era: “coche caro, propietario rico, rico honrado no hay, delincuente igual a robaperas”. Así que un “coche de robaperas” era un “coche caro”.
Aunque es aficionado a las armas, Valentín no es cazador, así que lo de cargar los jabalíes en la caja quedaba desechado. Enamorado de los ferrocarriles, su máquina de vapor o cualquier otro artilugio quedaría mejor a cubierto, así que combinado con vivir en una ciudad no entendía la utilidad de la furgoneta “Pickup”. Luego resulta que ‘pickup’ significa ‘recolección’, así que a ve si va a resultar que algo con lo de coger peras (aunque sean tuyas) va a querer decir.
Bueno, una vez expuesto mi punto de vista, no insistí en el tema, allá cada uno con sus gustos. Pero sigo pensando lo mismo, que ninguna razón práctica puede justificar la compra de un vehículo de ese tipo.
Este fin de semana hemos visitado a Valentín en Osor, donde tiene una casa a la que ha puesto por nombre ‘L’Estació’ y que es un auténtico monumento a su pasión por el Ferrocarril. Alli tenía ante la puerta la camioneta. Después de comer nos fuimos a recoger castañas al bosque y por fin lo comprendí.
No fueron las cuatro cómodas plazas que disfrutamos en el vehículo, ni la potencia del motor subiendo las cuestas del monte, ni los cincuenta metros que nos permitió alejarnos del camino por una pista impracticable para un turismo. Naturalmente no necesitamos hacer uso de la caja para llevar unos puñados de castañas, pero aunque hubiéramos echado allí un poco de las ramas rotas y secas que encontramos para hacer leña para el invierno, tampoco eso habría sido la clave que me hizo ver la luz.
La clave era la cara de Valentín al volante de su camioneta. Un hombre feliz, como un niño con su juguete. Y entonces me acordé de mi Niva, de la pena que me dió venderlo y de los buenos ratos que me permitió pasar en la montaña, pero sobre todo me acordé de que no hay nada en este mundo que tenga mayor valor que lo que nos hace felices. Y comprendí por qué Valentín y otras personas se compran coches tan poco prácticos.