Las explosiones atraen a los niños como las golosinas. Quizás sea por el ruido, la sensación de poder que conlleva la destrucción de algo en principio sólido, o quizás sea solo el amor a lo prohibido o una forma de sublimar los sentimientos negativos, las frustraciones y la violencia.
El caso es que allí donde haya petardos, pólvora o fuego, si tienen acceso, habrá niños. Y yo creo que no hay que escandalizarse ni intentar protegerlos de los instintos criminales, ni pensar que se convertirán en neuróticos violentos por sentirse atraidos por la destrucción.
Como en tantos otros aspectos de la vida el niño destruye para comprobar su fuerza, para constatar las leyes de la física, en definitiva para explorar los límites de su mundo.
Es mucho mejor que estas experiencias se realicen bajo una lejana vigilancia y se desdramaticen a darles una excesiva importancia, concediéndoles el atractivo de lo prohibido o el mayor poder de todos: el de trastornar a los padres.
Creo que a estas alturas ya se me ha notado que en mis años mozos hice mis pinitos como dinamitero. La pólvora era casera y fabricada según diferentes fórmulas, los sistemas de ignición sofisticados hilos de estropajo de aluminio activados con dos pilas de petanca y los objetivos, piedras de diversos tamaños que la casualidad quiso que nunca nos cayeran encima.
Después vendría la época de los cohetes propulsores, lo nuestro era pasión por la física experimental.
Estoy seguro que habríamos disfrutado casi lo mismo si hubieramos contado con Demolition City, un juego estupendo cuyo objetivo es destruir estructuras y conseguir que los restos queden dentro de unos límites. Para destruir una estructura hay que saber, aunque sea de forma intuitiva donde hace el mayor esfuerzo. Este es un juego de dinamitero inofensivo y con el que se puede aprender mucha física, recomendable para niños de cualquier edad.
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