Yo no llegué a usar la plumilla en el tintero en mis años de escuela. Las primeras letras las dibujé con un lápiz y el trascendental paso a escribir con tinta, como los niños «mayores», me llevó a usar un bolígrafo «Bic» de aquellos con punta metálica, medio cuerpo transparente y el otro medio, igual que el capuchón, de plástico opaco de color.
Aunque de vez en cuando soltaban un poco más de tinta de la cuenta, recuerdo que era agradable escribir con ellos. Avanzaron los sesenta y el «Bic Cristal» se hizo el rey de la escritura colegial. Realmente yo nunca me planteé usar otros bolígrafos. Los «Bic» eran económicos y eficaces. El «Bic Naranja» de escritura más fina me resultaba interesante, pero por alguna razón, creo que siempre usé más el transparente que escribía «normal». Naturalmente existían otras marcas de bolígrafos y bolígrafos más caros. Los bolígrafos de plástico con mecanismos para ocultar la punta nunca me agradaron. Me parecía una complejidad innecesaria, una fuente de complicaciones que inevitablemente acababa en muerte por pérdida del muelle u otro tipo de avería a la que los sencillos y duros Bic eran inasequibles. Así eran los bolígrafos de mi época escolar, sencillos, robustos y eficaces. Alguna vez se les derramaba la tinta, que formaba una mancha entre el tubo de la carga y la carcasa transparente, otras veces pasaban a escribir de forma intermitente después de caer al suelo y cuando no se usaban con frecuencia, la tinta dejaba de fluir. Si el recurso de intentar escribir espirales sin tinta en un papel no devolvía al bolígrafo su vitalidad, se podía probar la arriesgada operación de calentar con un mechero la punta metálica.
Este recurso dejó de ser factible cuando las puntas pasaron a ser una minúscula pieza de metal incrustada en el extremo de un cono de plástico. Aun recuerdo la sorpresa al verse fundir la cabeza del primer bolígrafo de ese tipo al que apliqué la terapia del mechero. Era de tinta roja y su extremo, desecho completamente, sangraba espesa tinta roja sobre la mesa, una mancha que permaneció allí inalterable por el tiempo como mudo testigo de mi incapacidad para adaptarme con rapidez a las nuevas tecnologías, un testigo incómodo que siempre procuré disimilar escondiéndola con el cuaderno girado en posturas forzadas.
Aunque otros compañeros lo hacían, yo no solía mascar el bolígrafo. Lo que sí solía pasarme era que perdía el pequeño tapón del extremo opuesto a la punta. Más tarde, en la carrera no lo perdía: lo usaba para sujetar el letrero de color verde donde llevábamos con cinta Dymo de letras blancas en relieve, el nombre. Ese letrero se fijaba sobre la tapeta del bolsillo del uniforme con dos pinchos de tipo ‘pin’, que encontraban su retén ideal, económico y fácilmente reemplazable, en uno de estos pequeños tapones.
En campos ajenos a la escritura, el uso más divertido de los bolígrafos o de su cánula externa era el de cerbatana. Usando granos de arroz como munición eran un arma de distracción masiva en las clases aburridas de los profesores menos severos y cargados con bolas de pasta de papel mascado con saliva, nos ofrecían un sistema malévolamente eficaz para llenar el techo de diminutos pegotes que nunca llamaban la atención de los profesores ya que estos, como todo el mundo sabe, nunca miran hacia arriba.
Naturalmente había otros bolígrafos. Yo usaba los que usaba por una mera cuestión práctica y también por costumbre. El tacto de la escritura el movimiento de la mano y la fuerza que realiza sobre el bolígrafo para arrastrar su punta sobre el papel son un gesto que se convierte en instintivo y cambiarlo sería tan incómodo como andar con unos zapatos demasiado pesados, grandes como los de un payaso, o poco flexibles.
Nunca usaba bolígrafos caros. Me había autoimpuesto esa limitación, producto del conocimiento de mis propias vulnerabilidades, la mas relevante de las cuales es el despiste. Siempre he procurado no usar objetos de valor que puedan perderse o dejarse olvidados. Si se pueden olvidar en algún sitio, yo me los olvidaré, con el consiguiente disgusto y una desagradable sensación de culpabilidad como larga secuela. Con el tiempo he aprendido a perdonarme por ser como soy, pero antes me resultó mucho más eficaz no ofrecer oportunidades relevantes al desastre. De forma que, excluidos de mi vida, nunca he prestado mucha atención a los bolígrafos que no fueran meramente funcionales. Con una excepción. Mi padre tenía un bolígrafo que es lo más próximo a la perfección que yo he usado nunca. El peso, el diámetro, la textura para agarrarlo y la forma de deslizarse sobre el papel trazando una linea continua sin tramos descoloridos por la escasez de tinta o manchurrones producto de una aglomeración de tinta, todo en aquel bolígrafo convertía el ejercicio de la escritura en un auténtico placer. Siempre que lo encontraba sobre la mesa de mi padre lo utilizaba furtivamente. Tomaba apuntes y realizaba resúmenes más rápido, me concentraba mejor y a pesar de estudiar el bachiller mis notas me parecían las de un universitario. Aquel bolígrafo me hacia sentir más maduro y responsable. Si mi padre lo hubiera sabido, a pesar de lo mucho que lo apreciaba, me lo habría regalado. Pero entonces yo lo habría perdido y habría vuelto a ser el niño pequeño angustiado al sentirse autor aunque involuntario de un terrible desastre. Así que lo usaba en secreto y lo devolvía cuidadosamente al sitio donde lo había encontrado.
Hoy me he puesto a buscarlo en la red y -gran cosa esta del Google- he averiguado que es un modelo de Waterman de los años 60, denominado ‘Flash’. Por supuesto no aparece en la página de la marca, y no sé si las cargas de la marca conservarán las excelentes prestaciones, pero en aplicación de la limitación anteriormente expuesta, no me planteo tener uno.
Quizás el placer máximo de la escritura lo proporciona la pluma estilográfica. Aunque el desarrollo de esa afirmación merece un capítulo aparte y en realidad no desvirtúa el hecho de que, si bien algunos pueden encontrar ventajas ocasionales en diversas clases de rotuladores, el bolígrafo en sus diferentes versiones es el utensilio de escritura a mano más popular.