«Niño, ¡siempre estás en las nubes!», me decía mi madre cuando era pequeño. Me lo decían con cierta frecuencia. Los maestros se adhirieron a esta cantinela y yo no encontraba argumentos para contradecirles.
Estar en las nubes, ¡que más hubiera querido yo!. Cuando lo imaginaba me parecía algo maravilloso, mágico, como un sueño. Soñaba con volar entre aquellos copos blancos y en si serian densos o blandos, secos o húmedos, frescos o cálidos. Los atravesaba en mis sueños dejando agujeros o los rodeaba trazando círculos y piruetas a su alrededor.
Los miraba en el cielo y me fascinaban las formas que adoptaban encarnando animales fantásticos y objetos imposibles con formas definidas como la superficie de una coliflor exageradamente blanquecina o de bordes deshilachados como los dulces de azúcar de la feria.
En los cursos de vuelo sin motor aprendí las primeras lecciones de meteorología pero la ciencia no les hizo perder su encanto. Por el contrario, aquello fue como iniciar un romance con la vecinita que solo había podido ver a través de los cristales. Las nubes eran como indicadores en el cielo, por la mañana nos hablaban del tiempo que nos esperaba, luego señalaban el inicio de la actividad de convección y la puesta en marcha del motor que nos mantendría en el cielo y cuando subíamos a buscarlas marcaban la posición de los ascensores térmicos. Cuando llegaba a situarme bajo una de ellas, le rascaba su inmensa panza con el timón de cola, o restregaba el plexiglás de la cabina por las sedosas estribaciones de su masa gris.
Prudente, nunca me entregué a la tentación de ser aducido completamente en su seno y cuando el suelo iba a desaparecer en el mismo borde de la cabina, con un suave picado o una pizca de freno me dejaba caer por debajo de mi paraguas gigante.
En mis tiempos de paracaidista no hubo muchas ocasiones para los flirteos con las nubes, salvo en una ocasión, durante el curso de apertura manual en que fue necesario saltar aprovechando los claros que en una capa baja nos permitían ver el suelo. Saltar en caída libre no da la sensación de vértigo que la descripción sugiere y que asociamos con la noria de la feria. En general es como descansar sobre un colchón extremadamente mullido, el aire, y la falta de referencias suele privarte de la sensación de veloz caída. La compañía de las nubes varía completamente esto. Atravesar un agujero en una nube a más de cien kilómetros por hora es como caer por el hueco de un ascensor para encontrarse flotando al sobrepasar la nube que nos besa con el suave escozor de mil alfileres de agua. Con la adrenalina recorriendo a borbotones nuestras venas queda mirar el altímetro y tirar de la anilla a la altura convenida. Después, cuando la seda se ha desplegado, echar un vistazo hacia arriba es un intento inútil y el suelo nos acoge áspero y duro como el final de un sueño.
Después de esas experiencias siempre que he tenido ocasión de moverme cerca de las nubes he experimentado un gran placer. El vuelo puede experimentarse en la velocidad o la geometría de las maniobras, en la precision de los rumbos y los tiempos de navegación, pero para sentir que se vuela de una forma próxima y evidente lo mejor es contar con la colaboración de las nubes.
En el vuelo FR9026 a Bratislava, hubo un momento en que nos rodeaban inmensas paredes de nubes que formaban desfiladeros y montañas, valles y vaguadas. Con la nariz pegada al cristal y los ojos abiertos como platos para empaparme de aquellos momentos maravillosos, estaba, realmente, en las nubes.
Nota: Editado el 30/12/2023 para actualizar el método inserción de vídeo.
Nubes, nubes, jeje me he imaginado al joven Roberto volando entre las nubes, reconozco que yo también solo puedo pensar en zigzaguear entre ellas con un avión de mucha visibilidad.
Eso me suena, siempre en las nubes… qué se podía esperar de alguien cuyos juguetes favoritos eran unNiuport 28 y un 109F…
Mi asignatura pendiente es el vuelo sin motor, o en ULM. Me da envidia leer lo que pones por ahí atras