Mientras algunos discuten sobre la dureza o propiedad de algunas declaraciones, sobre el papel de Siria o Irán en la actual crisis de Oriente Medio, o sobre si la actitud de tal o cual gobierno es la adecuada o conviene a sus intereses, las bombas siguen cayendo sobre civiles, mujeres, niños. Ese es el dato fundamental, la clave de la guerra. El bombardeo indiscriminado de población civil es un crimen de guerra.
Conocemos a sus autores que son, por un lado, la aviación y el estado israelita y por el otro el movimiento Hezbola. Sin duda estos últimos actúan como terroristas, pero al oponerse a su terrorismo con medidas desproporcionadas, crueles e infames, Israel no se dirige a la resolución del conflicto, sino a su extensión y no actúa como un país civilizado. Claro que esto no es nuevo, frecuentemente Israel ha seguido la lógica de la guerra: no ya la del ojo por ojo, sino la del ciento por uno.
Los familiares, amigos y conciudadanos de las víctimas de los bombardeos, a uno y a otro lado de la frontera, son nuevos probables adeptos de la doctrina del odio que iguala a tantos árabes y judíos. Los otros, los que claman por la paz, el diálogo y el entendimiento, mantienen encendida la llama de nuestra esperanza en la humanidad y son los auténticos héroes del conflicto.
No se puede llamar infame a quien pide la paz mientras se destruyen las infraestructuras de un país, se asedia a su población impidiendo su abastecimiento y se arrojan bombas sobre edificios y barrios populares. Curiosamente, por razones de cultura religiosa, a esa actitud en nuestro idioma se la califica de propia de fariseos. O por su sinónimo, hipocresía.