Los bandoleros de Morella

El lunes fuimos de excursión y ruta de regreso. Después de algunas dudas tomamos la desacertada decisión de ir a Morella. Aunque ya habíamos estado en la impresionante capital del Maestrazgo, la proximidad del Sexeni nos hizo pensar que podríamos ver algunos de los adornos que se hacen para esa ocasión.

Sin embargo lo que encontramos fue bastante tráfico en la carretera y sobre todo un ayuntamiento ávido de recaudar sin ofrecer nada a cambio. La cosa fue así: a la entrada del pueblo en cuesta y sin información un par de muchachas a nómina del municipio, atrincheradas junto a una caseta como un control de milicianos en territorio comanche preguntaban ¿va a aparcar?. La respuesta correcta habría sido «que más quisiera yo», pero antes de encontrar una idea ingeniosa ya habían puesto precio a la aspiración a una plaza: dos euros. Pagado el impuesto revolucionario había que peregrinar por un laberinto de tramos repletos de vehículos sin demasiado orden, pugnando con otros pretendientes que aparecían en cualquier dirección en medio de un caos propiciado por la ausencia de señalización, la indiferencia del personal y el más absoluto fuego del medio día. El punto álgido llegó cuando siguiendo como borregos al coche de delante -tampoco había muchas más opciones por explorar- acabé en un callejón sin salida con cinco vehículos atascados delante y otros tantos siguiéndome a mi, de donde tuvimos que salir dando marcha atrás. Indignado no tuve ni el consuelo de usar mi verbo más hiriente con cualquier empleado municipal, vecino de la villa o humano a mi alcance y después de varias vueltas hacia las afueras, en un lugar ubicado antes de llegar al infame peaje, encontré por insólita casualidad la plaza de aparcamiento que podría haberme ahorrado dos euros y el calentón iracundo de haberla encontrado al llegar.

El cabreo tuvo su remate en la ausencia total de rastro del Sexeni, salvo en los carteles que lo anunciaban para tres días después. Recorrimos el pueblo mirando con desgana e irritación las cartas de los restaurantes y decidimos salir de allí sacudiéndonos las alpargatas con más rabia que santa Teresa a las puertas de Ávila.

Los días aciagos no se hacen con una sola desgracia y tomamos el camino de La Senia esperando encontrar hermosos paisajes, pueblos encantadores y maravillas arquitectónicas a la par que un sitio para comer. Esto último ocurrió en Castell de Cabres donde sin embargo solo era remarcable el potaje de garbanzos. A pesar de que la temperatura lo desaconsejaba, dejó un buen recuerdo. El resto de la comida solo se salvaban los canelones y pena capital -de hoguera- para una carne a la brasa demasiado hecha y otros platos sin pena ni gloria regados con buen vino y gaseosa rellenada a un precio recortado sin exageración.

Después de eso, pasamos una tarde de curvas, sol de justicia y pueblos sin un sitio donde abrir las puertas para bajarse que nos impidió apreciar la mejora al llegar al pantano de Ulldecona.

Mosca

Ya en La Senia me acerqué a ver a José Ramón Bellaubí y admirar su trabajo en la reproducción para exhibición estática de un Polikarpov I-16, realizado con todo detalle y con un cariño y precisión admirables y envidiables. El nos había buscado alojamiento en el Hostal Casa Manolo y allí descansamos antes de disfrutar de una agradable cena con José Ramón y su encantadora esposa. Menos mal que el día acabó bien y el Hostal, que está completamente nuevo, nos permitió reparar fuerzas.

Al día siguiente por la mañana pasamos por Gandesa para ver el museo del CEBE. No entiendo porqué se empeñan en poner horarios donde dice que abrirán a las 10 si luego resulta que abren a las 11. Por suerte encontramos quien nos orientara y decidimos esperar. Aunque a la colección del CEBE le falta un poco para ser un museo ‘con cara y ojos’ y no parecer la tarea bienintencionada de unos aficionados, para los que estamos interesados en la historia de la Guerra civil la visita merece la pena y yo sentí no poderle dedicar algo mas de tiempo.

De allí nos dirigimos a Lleida por el ‘Eix de l’Ebre’, seguramente otra ‘obra emblemática’ de las obras públicas de la Generalitat. En casa de mis padres nos esperaban con el plato que le había pedido a mi madre: las ‘Patatas pegaditas’ versión familiar de las ‘patatas a lo pobre’ pero con un punto de crujiente glorioso e inimitable. Mercedes cocina muy bien y muchas cosas las hace como nadie, pero las ‘Patatas pegaditas’ tienen ese punto de cocina de madre, colesterol y fécula incluidos con los que nadie puede competir. Después de comer en Lleida con mis padres y llegar a Figueres sin mucho agobio de tráfico, encontramos la casa sin huellas de excesivos desmanes, sobre todo teniendo en cuenta que nuestros hijos habían estado solos cuatro días.

Ahora queda ordenar los recuerdos, editar las fotos, responder al correo…¡hay que ver cuanto trabajo da descansar unos días…!

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