En la administración española, el documento escrito tiene una importancia predominante. Quizás se trata de un sesgo cultural, que nos impulsa a pensar que «las palabras se las lleva el viento» y que la tendencia obvia de la naturaleza humana es la mentira, o más bien que nadie está obligado a decir la verdad si le perjudica…Es decir, que se aprecia poco la verdad, como asunto de tontos y se glorifica la mentira como el arte de los listos pícaros.
El documento escrito con firma, sello, rubrica y hasta visto bueno, no deja lugar a dudas de lo que se afirma y constituye prueba fidedigna en cualquier procedimiento. La falsificación de documento público está tipificada como delito, para sorpresa de algunos pícaros ignorantes que pensaron que falsear una receta o modificar una fecha en un parte de baja era solo algo así como una pillería escolar.
En el ámbito militar hay una costumbre que yo abomino, consistente en pedir «por escrito» las ordenes o comunicaciones recibidas. Por suerte no es muy frecuente en mi ejército y la he oído en ocasiones en forma de velada amenaza. El que la profiere quiere decir que con las ordenes recibidas por escrito va a sustanciar un procedimiento en el que demostrará la injusticia o ilegalidad de las mismas, así que de facto está «amenazando» al que postula las órdenes con que estas serán recurridas por vía judicial o administrativa.
Esta actitud encierra un doble agravio. Por una parte se cuestiona el derecho, la justicia o la razón del que manda. A mi modo de ver debería haber otras formas de resolver dudas sobre la pertinencia de las acciones a emprender en cualquier asunto y aunque a los profanos les parece algo extraño, en la vida militar las personas siguen las mismas pautas de comportamiento que en otros ámbitos y dialogan, se comunican y contrastan pareceres con su equipo. El estereotipo del ordeno y mano es tan válido para la vida militar como para la civil, quienes lo utilizan están abocados al fracaso o simplemente ocultan su incompetencia bajo un manto de autoritarismo. El militar sabe que expuestas sus razones, nada le exime de cumplir las órdenes recibidas, salvo un imperativo legal, que a su vez conlleva la asunción de la responsabilidad por la acción u omisión. Yo diría que aquellas órdenes con las que no está de acuerdo las cumplirá con mayor celo, para demostrar que su disciplina y adhesión al mando son mayores que sus reservas u opiniones.
En este contexto, el segundo agravio que implica pedir la orden por escrito es la afirmación implícita que ante un posterior análisis de los hechos, el que ha dado la orden no mantendrá una versión fiel a la verdad, es decir no mantendrá su palabra o eludirá su responsabilidad.
Los militares somos, por regla general, pobres. Clase media, se dice ahora. El honor es el patrimonio de los pobres y faltar a la palabra dada, eludir la responsabilidad de los propios actos y obligaciones o no mantener la opinión, basada en un criterio honradamente fundamentado, son las formas más efectivas de dilapidar este tesoro. La evidencia de mentira debería ser una vergüenza tan insoportable para la propia conciencia, que su mera posibilidad nos impulsase siempre a buscar y decir la verdad.
Para el militar al mando, su prestigio es la única garantía de que, en los momentos críticos, aquellos que dependan de él confiarán lo suficiente como para arriesgar o incluso perder la vida por cumplir estrictamente sus órdenes. Cuestionar su honradez o su criterio supone una vulnerabilidad que no solo corroe el prestigio del mando sino que puede poner en peligro el cumplimiento de las misiones asignadas y llegado el caso, la propia supervivencia del equipo.
«Eso me lo da usted por escrito» es por tanto una frase que de forma implícita afirma la desconfianza del subordinado acerca de la competencia y honradez del mando.
No obstante, siempre he manifestado a mis subordinados su derecho a pedir por escrito cuantas órdenes les he dado de forma verbal, manifestando de esta forma mi disposición a mantener mi palabra en cualquier circunstancia y esperando que esta actitud reforzase su confianza. Cuantas veces han hecho uso de este ofrecimiento he dado satisfacción a la demanda y jamás he guardado rencor o tomado la más mínima represalia por ello, considerándola producto de un desconocimiento mutuo que había que subsanar. Estas circunstancias han sido extrañas y jamás se han repetido.
Cuando algún superior me ha preguntado si las órdenes que me daba las necesitaba por escrito, mi respuesta ha sido siempre la misma: que no, que la palabra de mi jefe me bastaba. También es cierto que quienes alguna vez me han hecho es pregunta, además de mis jefes, eran auténticos caballeros de los que he aprendido mucho, que me han hecho sentir orgulloso y privilegiado por formar parte de su equipo.
Esta bien documentar los procesos de toma de decisiones, de forma que no fiemos a la memoria el posterior análisis de lo actuado a fin de aprender y mejorar. Es comprensible que en el proceso de entrenamiento y mutuo conocimiento, alguien pueda albergar dudas sobre la capacidad o virtud de sus compañeros de viaje. Pero en un equipo cohesionado que debe afrontar una misión real no cabe la desconfianza. Yo no haría nada importante con gente en la que no confío. Como se dice vulgarmente, yo no iría «ni a la vuelta de la esquina«, no solo con aquellos en los que no confío sino -tanto o más importante- con los que no confían en mi.
Por eso para el mando es primordial cultivar su prestigio, practicando la verdad, intentando ejercer la justicia, manteniendo siempre la palabra y afrontando las responsabilidades propias. Esta norma de conducta será más valiosa en una situación crítica que cualquier bastón de mando, divisas, galones, o reglamentos. Los borregos pueden seguir a un carnero, pero las personas valiosas siguen solo a aquellos en los que confían.
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