Cuando en el curso de sus estudios he ofrecido a mis hijos uno de los libros que yo usaba para estudiar las mismas materias y que atesoro en los estantes de mi biblioteca, lo han rechazado decididamente. El argumento más utilizado es que «tienen mucha letra» o que «solo tienen letra». Yo comprendo y aprecio el valor de la ilustración para adquirir conocimiento especialmente en materias como la geometría, la física o las ciencias naturales, pero creo que ellos desprecian la importancia de la palabra escrita como vehículo de transmisión de información.
No me cabe duda de que la culpa la tenemos entre los padres y el sistema educativo que no hemos sabido potenciar la capacidad lectora ni en calidad (comprensión), ni en velocidad ni en cantidad. La falta de uso atrofia el órgano y nos encontramos bachilleres que son incapaces de aprender usando como fuente exclusiva los libros y por tanto incapaces de ejercer de autodidactas.
El auge de los comics y la devoción por la televisión es otro de los efectos de esta realidad, que a su vez se convierte en causa cerrando un círculo que yo creo es vicioso. Las historietas, tebeos o novelas gráficas no son condenables en si mismas, la televisión puede ser la actualización de algo tan antiguo como el teatro. Todo es cultura y estos medios son parte importante de la de nuestra época. Lo malo es, como ocurre frecuentemente, que su abuso destierra otras prácticas necesarias para la formación. Si los antiguos griegos hubieran dedicado al teatro el tiempo que nuestros hijos dedican a la tele, los videojuegos o los tebeos, quizás ni Pitágoras ni Tales ni Euclides habrían llegado a las conclusiones que les hicieron famosos.
A mi, naturalmente, me gustan los libros de mis hijos. Y me gusta buscar información sobre lo que considero lagunas de mi formación. Por ejemplo, las máquinas básicas se trataron en mis planes de estudio de forma muy elemental. La palanca, el plano inclinado, la polea y poco más. Ni tornillos ni engranajes. Y por supuesto, solo vimos la parte teórica. Yo procuré ampliar mis conocimientos con el estupendo Meccano que me regalaron mis padres. Con ese maravilloso juguete comprendí, más que aprendí principios básicos usando el viejo método del «ensayo error». Pero me pregunto a dónde me habría llevado mi curiosidad si hubiera tenido acceso a la información que hoy hay en internet, a un ordenador y software para diseñar en tres dimensiones, para simular máquinas,… esos juguetes que ahora me fascinan ¿habrían servido para estimular y acelerar mi adquisición de conocimientos o habrían dispersado -aún más- mi atención impidiéndome conseguir los objetivos académicos formales e imprescindibles para desarrollar mi carrera y mi profesión?.
No trato de hacer un ejercicio de historia hipotética (¿que habría pasado si…?) sino de entender el mecanismo de la formación. Es probable que como casi siempre, la virtud esté en el término medio. La representación gráfica, la experimentación y los textos profusamente ilustrados aceleran el proceso de la formación y lo estimulan al reforzar la satisfacción de aprender, pero el grueso de la información sigue llegando a través de un esfuerzo y un trabajo que hay que hacer incluso sobre las partes más áridas de la materia, a través de la repetición, la memorización de fórmulas y conceptos fundamentales y la resolución de cuantos más ejercicios mejor.
«No hay atajo sin trabajo» sigue siendo una verdad universal. Cuanto más esfuerzo cuesta obtener un objetivo mayor es su valor, lo que nada cuesta, nada vale, porque si se obtiene sin esfuerzo, está al alcance de todos y por tanto, su propia abundancia lo devalúa. Esta es probablemente una de las lecciones más importantes que me enseño mi padre, algo que repetía una y otra vez y contra cuya veracidad inmutable jamás he encontrado una sola excepción.
En definitiva, es posible que toda esta meditación no sea muy valiosa porque se me ha ocurrido mientras navegaba por la página de Flickr de David Bollinger y ha salido casi de un tirón, como sin esfuerzo. Pero aun así podría ser que a alguien le fuera útil.