Comer, además de una necesidad para alimentarse y sobrevivir, es un placer. Siempre he entendido que existen esas dos formas de comer: comer para sobrevivir y comer para disfrutar. Por tanto, puedo comer algo aunque no me parezca apetecible. Si es comestible y es lo que hay, me lo como. Cuando era niño, la opción «no me gusta», simplemente no existía. Había que comerse lo que te ponían en el plato y punto. Si alguna vez intentaba ofuscar el uso de la opción prohibida con un «no está bueno» o «no tengo hambre», recibía razonamientos como «hay que comérselo todo» ó «hay que comer de todo».
Esa educación me ha sido muy útil en la vida. En internados, ejercicios espirituales, campamentos, cuarteles o ejercicios de supervivencia, esa capacidad para comer cualquier cosa comestible, me ha sido muy útil.
Además de sobrevivir, me gusta comer. Mi estómago tiene algunas características peculiares: No envía señales de saciedad, digiere prácticamente cualquier cosa y tiene una gran capacidad.
Al no tener sensación de saciedad, suelo comer la cantidad que me parece razonable. Es decir, casi siempre seguiría comiendo cuando paro de hacerlo, pero o se ha acabado la comida que me han servido, o he comido lo que entiendo que es una «ración normal» por observación y costumbre.
Como mi estómago es muy eficaz y resistente no tengo problemas ni con los picantes, ni con las comidas pesadas. Hasta un tiempo después de cumplir los cuarenta no sabía que quería decir la gente cuando comentaban: «creo que me ha sentado mal la comida». La primera vez que noté una molestia después de comer pensé: «esto debe ser eso que dicen sobre ‘sentarte mal’ la comida». Ahora tengo sesenta y cinco y he tenido esa experiencia muy pocas veces.
Y por último está el tema de la capacidad. Si disfrutas comiendo, porque la comida está buena y no tienes sensación de saciedad y el cuerpo aguanta es normal que ese sentido común o prudencia que te dice que pares se duerma en algunas ocasiones y te pegues un atracón. Eso ha ocurrido algunas veces sin consecuencias, pero los años no pasan en balde y los últimos, digamos veinte años, después de alguna celebración «memorable» quizás me he sentido un «poco pesado» y claro, como de lo que se trata es de disfrutar, aprendes de la experiencia y eso te va sirviendo para contenerte la siguiente vez. Hay que ser consciente de la edad que se tiene y que el cuerpo se desgasta: hay que cuidarlo. La edad también te hace también más prudente y comedido.
Pero ¿que sería de la vida sin las pequeñas alegrías? Así que algún día te dejas llevar y te pasas un poco de la raya. Hoy en casa había rabo de toro. Mercedes es una cocinera excelente. La materia prima, de una carnicería de confianza, era extraordinaria. Y teníamos clavada la espinita de que hace unas semanas fuimos a Can Xabanet, en Bañolas, y el rabo de toro que nos sirvieron nos defraudó completamente. Es un lugar donde se come muy bien, pero ese día no acertaron.
Hoy hemos tenido cumplida reparación de aquella decepción. El rabo de toro estaba glorioso. Tenía el sabor de los guisos hechos con el fuego, el tiempo y los ingredientes adecuados. Habría brillado en cualquier restaurante de lujo, pero estábamos en casa, en familia y cómodamente sentados a la mesa. No había prisa ni tensión y era el momento de disfrutar de la vida. Si no hubiera disfrutado tanto, quizás, después de la siesta, no habría sentido esa sensación inusual que me sugería que no tendría que haber acabado con el fondo de la olla.
Podría haber seguido viviendo con ese pequeño molesto sentimiento que habría desaparecido a media tarde o a la noche, pero para estas ocasiones tengo un remedio que suele dar buenos resultados. En el mueble bar, en una bonita caja metálica, unas botellitas de un brebaje alemán llamado «Undemberg» de un sabor que algunos calificarían de fuerte o con peores calificativos, pero que suele calmar las inquietudes que genera una comida pesada. Es un licor de hierbas o «Kräuterlikör» con un sabor, entre regaliz y levemente amargo con un toque de anís, que se fabrica en Alemania desde 1846 con «hierbas aromáticas seleccionadas de 43 países» y cuya receta, según dice la web de la compañía, solo conocen cinco personas en este mundo.
El tamaño de la botella invita a vaciarla directamente en el gaznate de un trago, pero yo no se lo aconsejaría a las personas sensibles ni a los primerizos. Por contra yo suelo paladearlo en un vaso pequeño con un cubito de hielo grande.
No sé si es fácil o difícil de encontrar en España, donde he visto otros licores de hierbas alemanes en botellas más grandes, pero que no tienen punto de comparación. La última caja de doce botellines que compré creo que la traje de Bratislava, y tengo otra sin empezar que me regaló un buen amigo. Con esta provisión y al ritmo que se producen los incidentes que motivan su uso, tengo provisión para bastantes años. Salud y buen provecho.