De entre la auténtica barahúnda de desatinos que cada día nos vomita encima la prensa, es difícil elegir uno como el más indignante, abominable o preocupante. Los sentidos y la sensibilidad se nos atrofian al ver sobrepasado de forma cotidiana el umbral doloroso de resistencia a la estupidez humana.
Sin embargo hay un tema que es el paradigma que representa la clave para entender el caos incivilizado, esta sociedad de locos que nos ha tocado vivir. Ya dije una vez que yo creo que tenemos un déficit grave de educación y justicia. En definitiva, lo que tenemos es un estado de derecho deficitario. Pero un eso es como un agujero. Hay agujeros grandes o pequeños, pero no hay medios agujeros. Y tampoco hay medios estados de derecho. O existe el imperio de la ley, o no existe.
El trabajo de la policía es muy importante. El término «policía» deriva del griego «Politeia», de difícil traducción en español, donde no tenemos un término equivalente, pero los políticos griegos lo usaban para definir el funcionamiento de la ciudad, la polis, con arreglo a una ley. La policía es el instrumento del estado para el cumplimiento de la ley y la protección de los derechos y la seguridad de los ciudadanos.
Sin poder, no existe autoridad. La autoridad requiere capacidad de decidir y poder efectivo de imponer el cumplimiento de esas decisiones. Por tanto si el órgano que vela por el cumplimiento de la ley funciona de forma deficitaria, la propia autoridad del estado, el ejercicio de la soberanía y la propia esencia del estado de derecho se ve corrupta e ineficaz, agujereada. Poco o mucho, pero incompleta y por tanto empujada al no ser, desposeída de su condición de Politeia.
Hay transgresiones que pueden ser achacadas a los individuos. La naturaleza humana, es eso: humana, y por tanto imperfecta y las personas que componen un cuerpo virtuoso pueden corromperse, pero el propio cuerpo tiene sus mecanismos de autosanación para aislar y extirpar el mal. Por ejemplo, cuando algunos miembros de la policía se corrompen, delinquen o se exceden en el uso de la fuerza que les hemos confiado. Lo normal es que sean denunciados, detenidos, juzgados y si fueran culpables, condenados.
Podría discutirse si un estado de derecho que tiene una ley injusta o parcialmente injusta o digamos imperfecta, se denigra al cumplirla o se autoafirma precisamente por el cumplimiento exacto de toda ley. Es el caso de la ley que permite que un policía , por el hecho de serlo tenga presunción de veracidad en un proceso, aun cuando todos los ciudadanos deberían ser iguales ante la ley, aun cuando se haya obviado la toma de otro tipo de pruebas porque sencillamente es más fácil usar la ventaja de la presunción de veracidad, aun cuando el sentido común dice que nadie va a declarar una verdad que le perjudica o cuestiona su propia actuación.
Si bien en estos casos podríamos argumentar sobre el tamaño del agujero perpetrado en nuestro lienzo del estado de derecho, hay un caso que es repugnante sobre los demás y que desgarra la conciencia, arrancándole los últimos girones de serenidad. Es cuando un elemento corrupto, incluso varios de ellos, perpetran un delito, incumplen sistemáticamente la ley o desprecian los derechos de los ciudadanos que tienen la obligación de defender, se agrava cuando esos miembros corruptos son juzgados y condenados para luego ser indultados por el poder político que de esta forma absurda, extraña y perversa proclama que el bien común que están obligados a procurar estriba en la impunidad de los que abusaron de nuestra confianza. Y sobre todo se hunde en la más denigrante de las aberraciones cuando la sistemática burla de la ley es tolerada, protegida y jaleada por los que dicen -deberían- defender el bien común, aunque ya casi nadie cree que lo hagan. Y es el caso de los policías que deberían distinguir entre los ciudadanos amantes de la ley y el orden que ejercen su derecho a la manifestación y los alborotadores profesionales, enfermos de violencia que acuden en minoría a socavar el ejercicio de esos derechos. De los policías que hacen un uso excesivo de la violencia porque ‘se calientan’ o que sistemáticamente incumplen la Ley al no ir identificados, todo ello con la connivencia, la tolerancia y hasta el aplauso del poder político responsable de su actuación.
Este es el tipo de violencia más grave, cuyas peores consecuencias no son los cardenales o contusiones de los físicamente arrollados, la principal víctima es nuestro Estado de derecho, nuestro grado de civilización y nuestra conciencia como ciudadanos degradados a la condición de súbditos oprimidos.
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