El otro día mientras me preparaba un bocadillo de ‘Beicon queso pan tostado’ le explicaba a un amigo que ese era el «Bocadillo de la Academia». Y luego hice un repaso de los bocadillos más significativos de mi vida.
Recuerdo perfectamente lo que estaba diciendo en esta foto, aunque solo tenía dos años: «Voy a comerme un bocadillo así de grande«. Mi madre me preguntó «¿Como de grande?» y mientras le contestaba echó la foto. Era en el Hotel Espot el 25 de julio de 1960. Esta última precisión puedo hacerla porque mi madre apuntó la fecha en la foto.
Los primeros bocadillos o similar que recuerdo son los de Cervià . En Cervià de les Garrigues pasé una temporada siendo muy niño, en casa de mi tío. Yo era un niño delgaducho y que comía muy mal y mis padres pensaron que los aires del pueblo me sentarían bien. Y en Cervià , con unos tres años, empezó mi aprendizaje del catalán -en casa se hablaba castellano- y descubrí las meriendas de pan untado con tomate y chocolate negro.
Aunque el efecto del ambiente del pueblo sobre mi apetito en general no fué tan radical como mi familia esperaba, siempre conservé el recuerdo de aquella combinación fantástica. Las ganas de comer no me llegarían hasta que bastantes vasos de quina Santa Catalina y algunos ponches después, a los siete años viajé por primera vez a Salamanca. Pasamos en esa ciudad castellana un mes con mi tía monja. Allí, no sé por qué, en la pensión donde nos alojábamos me aficioné a los bocadillos de atún con pimientos asados en unas barras de pan llamadas «Fabiolas«, un pan castellano de miga compacta y corteza lisa y brillante.
Mi bocadillo del colegio era de pan con manteqiulla y cacao en polvo por encima. En casa éramos de «Nesquick», pues el «Cola-Cao» («desayuno y merienda ideal») tardaba mucho en disolverse. A los diez años Me llevaba al colegio una barra de cuarto de pan con aquella «Nocilla» casera. Yo no sé si entonces se comercializaba ya la crema de cacao con avellanas, pero desde luego yo no la echaba de menos. Como los compañeros se reían de mis enormes bocadillos, sobre todo de que fueran una barra de pan entera, le decía a mi madre: «no me pongas la barra de pan entera». Y ella recortaba apenas dos centímetros para que no fuera la barra entera, salvando así la vergüenza sin llegar al desfallecimiento.
Cuando empecé a salir de excursión con los amigos mi bocadillo insignia pasó a ser el de butifarra negra en pan con tomate. Sin despreciar la tortilla de ajo y perejil en pan con tomate o el lomo o longaniza (en Lérida se llama así a la butifarra de payés) con pimientos verdes fritos, la combinación de la butifarra negra de cebolla que hacía mi tio Andrónico en la tocinería y un pan crujiente untado con abundante tomate creo que merecería el calificativo del bocadillo de mi vida, el amor eterno de un paladar seducido y un estómago entregado.
El año que pasé interno en Madrid, preparando el ingreso en la Academia, aprendí muchas cosas, casi ninguna relacionada con lo que nos explicaban en clase. Pero el recuerdo más sabroso es el de los bocatas de calamares que nos traían al colegio los miércoles. El colegio tenia una contrata con un empresario de hostelería que servia cada mañana los bocadillos del desayuno. Los miércoles tocaba bocata de calamares. Mucho mejores que los que luego he probado cerca de la Plaza Mayor. Aquellos bocatas eran de pan crujiente y tiernos calamares con rebozado artesano, te hacían flotar de gula y siempre sabían a poco.
Ingresado en el Centro de Selección de la Academia General del Aire de Armilla, (Granada) tuve ocasión de acrecentar mi cultura bocateril con un lugar emblemático de la capital andaluza: el Bar ‘Aliatar’ tambien conocido como ‘el bar de los bocatas‘. La variedad, calidad y precios asequibles hacían de aquel un lugar frecuente de peregrinaje antes de iniciar las rondas de vinos pálidos y otras ingestas alcohólicas más peligrosas, como los ‘Calicases’ de las Bodegas Avellaneda.
En la Academia, como ya he dicho, triunfaba el «Beicon queso pan tostado», ejecutado con maestría en el Bar de Alumnos, con mención a los montaditos de lomo del Bar de Vuelos que después de volar y acompañados de una cerveza permitían recuperar el fósforo suficiente para afrontar una nueva clase.
La última incorporación a los bocatas de mi vida fueron los del bar de la Joaquina o «Cal Moniate». Frente a la puerta de la Base Aérea de Alcantarilla pero fuera de las instalaciones este bar es mas propiamente ‘el bar de la Base’ que cualquier otra instalación de la Escuela Militar de paracaidismo. Aquí no puedo mencionar ningún bocadillo en particular, todos eran espectaculares. Sobrasada con queso fresco, lomo con pimientos, morcón murciano con tomate,…varias generaciones de Paracaidistas militares han recuperado sus fuerzas entre salto y salto en este lugar emblemático de la restauración tradicional a la par que rápida y contundente.
Hoy tengo pocas ocasiones de agarrar un bocadillo a dos manos y despacharlo con calma y deleite. El estrés y el sobrepeso lo hacen desaconsejable, pero sobre todo el bocadillo requiere ese hambre canina y esa necesidad de recuperar fuerzas que se tiene en la juventud y por eso también su recuerdo resulta tan nostálgico y agradable.