Por fin llegamos a los últimos fastos de las fiestas navideñas, la Epifanía del Señor, la festividad de los Reyes Magos de Oriente o la Pascua Militar que todo es uno el día 6 de enero.
Antes de resignarse a la dura escalada que supondrá la cuesta de enero la costumbre es regalar juguetes a los niños, segun la tradición, en recuerdo de los regalos que los magos de oriente llevaron a Jesús.
Por alguna razón que no llego a explicarme a los niños se les dice que los regalos los traen los propios magos de oriente. Supongo que en la antiguedad esta costumbre estaría relacionada con la afición por lo mágico, lo misterioso y lo milagrero. Hoy en día tengo que suponer que su pervivencia está relacionada por la tendencia que impulsa al ser humano para seguir costumbres ancestrales por extravagantes que sean antes que adoptar otras nuevas más racionales. Si esta tendencia no existiera o fuera combatida con decisión el progreso de la humanidad se aceleraría hasta hacernos llegar a limites de racionalidad hoy considerados utópicos.
En el cuento chino -perdón, oriental- de los Reyes Magos hay tantas incongruencias que apenas adquieren un mínimo uso de razón, a los niños les mosquea todo el entramado. De forma incomprensible para una moral que dice amar la verdad, se les engaña miserablemente respondiendo con mentiras a preguntas tan sagaces como «¿De donde sacan tanto dinero los reyes?», «¿Como pueden estar en tantos sitios a la vez?», «¿Como pueden entrar en casa sin que nos demos cuenta?», «¿Donde viven el resto del año?», pero sobre todo una duda terrible que cuestiona todo el sistema: «¿Como puede ser que si he sido razonablemente bueno no me hayan traido lo que pedí y al gamberro de mi vecino que según mis padres es ‘de la piel de Barrabás’ le hayan colmado todas sus peticiones?»
Mienten los padres, los abuelitos y los hermanos mayores, mienten los curas y los maestros, los periodistas, los políticos y hasta los guardias urbanos. Una autentica conspiración hace crecer a nuestros hijos en sus años decisivos entre un jardín de mentiras.
Encima si a alguien se le ocurre decir la verdad la sociedad mentirosa lo lapida, acusándole de destruir la ‘ilusión infantil’ o la propia esencia de la infancia. Seamos serios: La ilusión a la que se refiere no es la de los niños. A los niños les gusta recibir regalos y que sus padres les quieran y los espantajos de barbas blancas o caras pintadas de betún les importan un bledo.
¿Por qué no decirles simplemente que sus padres les quieren y que en estas fechas, como en su cumpleaños, les regalarán unos juguetes porque desean que sea felices?
Mi experiencia personal no fué traumática. Después de caer en la cuenta de varias incongruencias sobre la hitoria oficial e incluso de llevarme algún cabreo por la falta de diligencia y acierto de la burocracia de SS.MM. los Reyes de Oriente al entregar los regalos que yo había pedido oí comentar en el colegio que los reyes eran los padres. Aquel mismo dia le pregunté a la fuente más fiable de información de las que disponía si tal cosa era verdad. Mi madre me contestó sin rodeos: «si hijo mío, esos regalos los compran los padres». Y lloré. No lloré de desilusión ni desencanto, lloré de alegría.
Los dichosos reyes que supuestamente disponían de recursos ilimitados me habian parecido cicateros y cortos de entenderas al interpretar mis deseos, pero yo era consciente de que mis padres, sin ser pobres eran de escasos recursos y de pronto, todos aquellos regalos me parecieron un esfuerzo sublime y una muestra inmensa de su amor por mí. Y lloraba de alegria al comprender cuanto me querían mis padres y un poco de verguenza por mi mezquindad al criticar la falta de celo y exactitud en cumplir mis deseos. Mi madre me consolaba sin entender demasiado de lo que le explicaba pero yo tenía que asimilar un shock de amor paternal que no había sido consciente de recibir en mis cortos años.
Ya desde pequeño tenía la determinación de no ser apóstol y no fui corriendo a convencer a otros de la verdad recién revelada. Sencillamente me guardé mi conocimiento y dejé que cada cual pensase lo que quisiera. Pero poco después tuve que afrontar una cuestión de conciencia. En clase el maestro preguntó simplemente quienes creían que los reyes eran los padres y quienes creian que eran los magos de oriente. La encuesta era a mano alzada y yo no me planteé ni por un momento la posibilidad de mentir a mi maestro, el Sr. Rueda, un chico joven con un sorprendente tupé y pelo largo de hombre moderno de principios de los sesenta.
Aquel sencillo gesto de sinceridad me fue duramente recriminado. Mis mejores amigos de esa época, los hermanos Ramón y Eduardo Marchetti me recriminaron durante mucho tiempo haberles arrancado de la idílica inocencia infantil. Y al parecer no tenía excusa, porque al parecer ante mis amigos tenía mas crédito mi simple opinión que las afirmaciones de muchos adultos. Lo curioso es que muchos años después, ya con nuestras carreras acabadas, el punto de vista de Ramón seguía siendo el mismo y de nada servían mis racionales justificaciones.
En definitiva. Todos los psicólogos y pedagogos afirman que los tres primeros años de la vida son fundamentales en la formación del carácter y la educación de la persona, y que lo asimilado en la infancia es muy difícil de sustituir posteriormente. Y he aquí que la sociedad se empeña en que los niños vivan rodeados de una mentira absurda que les impide saber lo mucho que les quieren su padres y les hace creer que cualquier cosa que deseen puede ser concedida por un espíritu de recursos ilimitados pero estúpido y rencoroso que por algún incidente menor puede llenarles los zapatos de carbón. Pues yo digo que ojalá derroquen pronto y pacíficamente a los Reyes Magos y se instauren repúblicas de verdad en el Oriente Mágico.